Las Cosas, mi Guitarra y el Mar.
Erguidos, inmediatamente después de aprender a mantener el equilibrio con dos puntos de apoyo, aprendimos a matar para saciar nuestro apetito. En algún momento remoto supimos que la piedra o el árbol tenían un alma escondida, pero después de hacernos sabios y mentirosos, lo olvidamos. Y vivimos desde entonces apoyados en la fasa creeencia en una superioridad, sin fundamento, sobre las cosas a quienes tratamos como si no existieran y, mira por donde, en unos años, son ellas las que se quedan aquí. Nos confunde su silencio y su indiferencia. Los niños y los poetas saben que el sonido de una guitarra no es solo cosa del guitarrista, que las gafas antiguas del puesto del mercado de los jueves, esconden mucho más de la persona que las usó de lo que parece y, aun así, le dieron a aquel que ya no existe, mucho más de lo que recibieron. Su perfecta quietud y su frialdad, nos hace olvidar la inexorable realidad de su presencia eterna entre los vivos, que para nosotros es inalcanzable. Y cuando queremos la inmortalidad, intentamos el esfuerzo inútil de convertirnos en cosa, a través de ese fracaso estrepitoso que es una estatua, que bien mirada, siempre convierte a quien fue ilustre en un mamarracho cagado de palomas. Algunas veces, tambien el pintor frente al bodegón, en el silencio del estudio, percibe el pálpito secreto de una vasija.
El mar, contiene en sí el alma eterna de las cosas, acoge la grandeza inabarcable del horizonte, se mueve al ritmo sideral de la Luna y susurra una letanía suave y recurrente, capaz de la furia y la caricia.
El mar y mi guitarra desvelan la simplona estupidez de nuestra mirada engreída y fanfarrona, desde que le perdió el respeto a las cosas.
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