Nuestra ballena blanca. (Colaboración de "Driver")
Vuelvo de visitar los Montes de Toledo.
Viejos y suaves perfiles que recogen olivares, ciervos y jabalíes.
En la casa rural donde me alojo abro la Biblia y leo.“Y Dios creó las grandes ballenas”. Génesis.
Cogo otro libro al azar.
El padre del dueño, un anciano lector, sonríe al reconocer el lomo azul del libro.“Ése sí es bueno”, me comunica emocionado, y al mismo tiempo me pide que lea el primer párrafo, despacio, alto, junto a la chimenea que calienta a un grupo diez adultos y diez niños.
Carraspeo y comienzo:
“Pongamos que me llamo Ismael. Hace algunos años, sin precisar más, careciendo de dinero o poco menos y no teniendo nada que hacer en la tierra, me vinieron ganas de navegar un poco más y de volver a ver el mundo del agua. Es mi manera de curarme el tedio y de purgarme la sangre. Cuando noto que se me forma un pliegue amargo junto a los labios y que mi alma se convierte en un escarchado y goteante noviembre, cuando me sorprendo absorto delante del escaparate de una tienda de pompas fúnebres o siguiendo los entierros que encuentro al paso, y sobre todo cuando el tedio se apodera de mí hasta el extremo que me veo obligado a hacer esfuerzos sobrehumanos para no bajar a la calle y emprenderla con los sombreros de los transeúntes, me doy cuenta entonces que ha llegado la hora de hacerme a la mar”.Moby Dick. Herman Melville.
Todos perseguimos nuestra ballena blanca.
Empecinadamente.
Como si de ello dependiera nuestra existencia.
Como si Dios las hubiera creado con un fin sublime.
Tal vez para vencer el tedio.
Tal vez para superarnos.
Tal vez para estar vivos.
DRIVER.
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