domingo, julio 05, 2009

La cara monstruosa del Estado.




En el lecho marino del Estrecho de Gibraltar yacen miles de cadáveres que, siguiendo el signo de nuestro tiempo, no importan porque no se ven. Pretendían entrar en El Reino de La Libertad, pero paradójicamente, la entrada no es libre.



En el patio de la prisión llora una madre encarcelada por la soberbia de un juez incapaz de reconocer que cuarenta mil folios son inabarcables para cualquier mente humana. Mucho más si componen el contenido uno de los cientos de expedientes sobre los que tiene que decidir. Ha escrito ya muchos autos de prisión sabiendo que no acaba de enterarse de qué pasó, pero poco a poco, ha aprendido a dominar una especie de nausea, como de asco interior por lo que acaba de firmar. Es que ya tiene experiencia.



En un despacho recóndito del Ministerio del Interior, dos rostros ojerosos, con un cierto brillo provocado por el sudor frió del fumador mal dormido, buscan una salida a la difícil situación. Están a punto de alcanzar un pacto siniestro para que nunca aparezca la cocaína que enriqueció a los jefes policiales, ni sean halladas las huellas definitivas del espantoso crimen.



Frente al espejo, el policía local en prácticas, mira cómo le sienta el uniforme sin estrenar y siente el poder del estado correr por primera vez por su venas. Palpa el tacto frío de la culata de la pistola, que desborda levemente la funda de cuero y fantasea con el momento en el que, en Cumplimiento de su Deber, tenga que detener a alguno de sus conocidos del barrio.




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