domingo, enero 08, 2012

Zapatos. Otra vez gracias Sr. Vicent





En el baño de casa de mis abuelos, cuando apenas tenía diez años, sentado en la taza en esos momentos íntimos de soledad y clarividencia, de pronto vi los zapatos de mi abuelo en un rincón y comprendí que en sus arrugas se escondía y estaba descrita toda la arquitectura invisible de su personalidad.

Muchos años después, en funciones profesionales, al llegar a la carretera con la comisión judicial, comenzamos a inspeccionar el lugar y a recoger vestigios del accidente. La desolación infinita de un zapato en medio del asfalto me sobrecogió y recordé aquella iluminada certeza que había tenido de pequeño: los zapatos albergan el alma de su dueño.

En una mañana soleada de un domingo de enero, el maestro Vicent descubre aquella certeza infantil con la mágia habitual de su enémisa obra de arte dominical que aquí les traigo:


"ZAPATOS", Manuel Vicent, El País, domingo 8.1.12

A la hora de desechar por viejos a un par de zapatos piensa qué será de ellos si van a parar cada uno a un distinto contenedor de basura, después de haber pasado juntos toda la vida. Ante el destino aciago que los ha separado, los zapatos viejos suelen llorar cada uno por su lado al recordar que un día calzaron a aquel niño salvaje que trepaba por los árboles; a aquel chaval nervioso que daba patadas a los botes en la calle camino del colegio; a aquel chico enamorado que los lustraba para ir a bailar con la novia a las verbenas; a aquel joven inconformista que siempre iba detrás de una pancarta equivocada; a aquel recién casado que durante el paseo en las tardes desoladas de domingo los arrastraba en silencio junto a su mujer tirando de un carrito de bebé; a aquel señor metido en política que tuvo que pisar innumerables charcos; a aquel anciano melancólico que renunció a ellos cuando ya no podía atarse los cordones si no era blasfemando. La historia de cada persona puede ser escrita a través de los zapatos que ha calzado a lo largo de los años: aquellos que dejó en el balcón la noche de Reyes; o aquellos de dos tonos, blancos y color café, con rejilla, de hortera; o las botas rudas de excursionista buscador de setas; o los mocasines de tafilete con dos borlitas, de lechuguino; o los últimos con las suelas pintadas de negro betún de Judea con los que cualquiera será enterrado. El alma se le baja a uno hasta los pies al caminar y gracias a que queda atrapada en los zapatos, no se pierde en la calle a merced de cualquier perro sarnoso que quiera pasarle la lengua después de olisquearla. Uno siempre es responsable de los zapatos que calza y a partir de ellos, como si fueran raíces llenas del fermento de la tierra, el individuo se desarrolla. Subiendo por las piernas, las caderas y las vísceras se puede llegar al alma de cada persona, que suele ser de la misma calidad de piel y de una horma parecida. En la memoria están todos los zapatos que uno ha llevado, los indómitos, los flexibles, los dóciles, los correosos, según las sucesivas etapas psicológicas de una vida. Los zapatos que uno desecha, si van a parar a un basurero distinto, se llevan también el alma dividida. Y allí puede que recuerden con orgullo o desprecio al individuo que los calzó un día.

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