Capítulo 14.
Las calles destartaladas de aquella extraña ciudad se llenaron de nieve una noche de febrero. Desde la ventana de su apartamento Quijares comprobó que allí la gente recibió el manto blanco y uniforme sin aspavientos, casi con indiferencia. Con el paso de los días los caminantes dibujaban sus senderos en las aceras y el resto de la blanca alfombra quedaba intacta. El parque dejaba ver en sus praderas los itinerarios habituales que se cruzaban entre sí y mostraban un recorrido uniforme y disciplinado. Recordaba algunas nevadas de su infancia y cómo los chavales en pocas horas dejaban pisoteada la superficie nevada sin resquicio alguno. "Dudo mucho que en ninguna ciudad de España la gente atraviese las praderas de un parque de una forma tan uniforme como lo hacen aquí; parecen tristes y aburridos hasta para eso", pensó con su naríz pegada al cristal mientras contemplaba las primeras luces de las farolas y los letreros luminosos de los escasos comercios de la calle, cuando apenas era la hora del café de después de comer. El frió de las últimas semanas les había retraído y el grupo de internacionales había reducido las salidas. Incluso suspendió en alguna ocasión las carreras de footing con Ricardo. Desde que llegó a Sarajevo, hacía ya casi nueve meses, no había tenido ninguna noticia de quien había sido su mujer durante más de veinte años. Una vez a la semana hablaba con su hijo Javier que "le-contaba" la marcha de sus estudios de periodismo y "no-le-contaba" nada de su madre. Y cada vez, lo que "no-le-decía" llenaba más en el auricular que lo que le escuchaba contar, a veces sin atenderle realmente ni enterarse de lo que le comentaba, intentando imaginar si al lado de él estaba ella escuchando la conversación. Sentía nostalgia de los años en que se sintió acompañado y le constaba entender exactamente como se había desmoronado aquella relación. Pasaban los meses y el silencio o quizás la distancia habían agrandado los buenos momentos que pasó junto a aquella mujer que un día le dijo que quería rectificar el gran error de su vida y empezar a vivir sin él "ni en mi vida, ni siquiera en mi mente". Podía escuchar aquella frase y su sonido exacto.El tono agrio y educado de su voz, acompañando la frase con el gesto casi meticuloso con el que habitualmente sacaba un cigarrillo rubio de la pitillera, siempre un poco escondida en su bolso de piel marrón. Nunca había hablado con nadie de su triste historia matrimonial aunque en alguna velada a solas con Esther había tenido la tentación de contarle algo.
La noche había invadido defintivamente la calle y los cristales empañados habían convertido la imagen de la ciudad en manchas de color pastel que, al parar lo coches en el semáforo se inundaban de rojo fresa. Había quedado en llamar a Ricardo para confirmarle si se uniría al grupo para asistir a un concierto de Kirten Humbold, pero la nieve de la calle y la llegada silenciosa de la noche le habían evocado recuerdos que le dejaron paralizado aquella tarde de sábado. La verdad es que ya ni siquera hacía falta llamar para decir que no iría.
El día a día de sus cursos le ocupaban las semanas con un cierto grado de tensión derivada de las continuas improvisaciones que la informalidad de las autoridades de aquel país le provocaban. Se había acostumbrado a que todas las programaciones fueran ignoradas y ya no se sorprendía cuando la interprete le traducía un correo electrónico en el que le comunicaban que la unidad que tenía que acudir a la conferencia del día siguiente había tenido que ser sustituida por otra por cuestiones de organización policial. "Seguramente a ésta gente le parece que si aceptan los horarios que les programos pierden algo de su independencia o se sienten algo colonizados", pensaba buscando una explicación. Pero lo que realmente había convertido su vida en una película de acción, haciendo que perdiera la dimensión de los días y las semanas, había sido sin duda la inquietante situación derivada del hecho de haberse quedado con un ordenador personal de un terrorista. En momentos de reflexión, en el silencio de su pequeño cuarto de estar , ahora completamente a oscuras, sentía cansancio por lo ocurrido y miedo por la incertidumbre de lo que podría pasar: si puidra volver atrás, hubiera preferido no haberse quedado con aquel pequeño laptop. Le daba vértigo repasar los acontecimientos y culpaba a Ricardo de no haber puesto fin a aquella sucesión de imprudencias. Y es que Ricardo le desorientaba absolutamente. No podría asegurar cuanto había en su comportamiento de valiente asunción de responsabilidad casi heroica, al advertir y aprovechar una posibilidad que el azar le había regalado para hacer un servicio a la patria penetrando en la organización criminal que más sangre de sus conciudadanos había derramado, y cuanto de insensatez o búsqueda incosciente de sensaciones fuertes o emociones, como las que busca el que se sube a la atracción de riesgo de la feria o se tira desde un acantilado.
Quijares , recostado en el sofá y sin apenas fuerzas ni ganas de levantarse para encender la luz de la lampara de pie, repasaba la conducta de Ricardo y no podría decir si se trataba de un tipo especialmente inteligente o tan limitado intelectualmente que no era capaz de darse cuenta de los peligros del camino que estaba recorriendo. Había empezado, hacia un par de semanas, una relación intensa casi explosiva con Collin, la médico irlandesa de color que trabajaba para una ONG francesa, y eso les había alejado un poco, dejándole algunas tardes con soledad suficiente para recapacitar sobre lo que estaban haciendo. Quería haber empezado a escibir un diario para ordenar un poco su mente y quizas aquella tarde invernal era un buen momento. Se levantó y finalmente encendió la lampara sintiendose en un instante deslumbrado. Buscó el cuaderno que debía ser su diario y en el cajón apareció la tarjeta de Svetanova Bostokieva. Entonces decubrió que además de la triste historia de su fracaso matrimonial que aún sentía como una mala disgestion en el fondo de su estómago, la aventura como espía por cuenta propia que aceleraba su corazón, y sus funciones dirigiendo cursos de formación para policías de un extraño país que aprendía no ser occidental, que le daban cierta coherencia y normalidad a su vida, se había olvidado de que tenía ahí como un billete en el bolsillo de un viejo pantalón, la extraña historia de una mujer que se despidió de él con una frase enigmática: " se quien eres" . No tuvo tiempo para que le aclarara aquella frase. Ni siquiera había tenido tiempo para comentar detenidamente aquel detalle con Ricardo. Ahora tenía en sus manos la tarjeta que le entregó al tiempo que pronunció aquellas palabras y después de comprobar que sólo eran las siete y veinte de la tarde, cogió el teléfono y se decidió a marcar.
El día a día de sus cursos le ocupaban las semanas con un cierto grado de tensión derivada de las continuas improvisaciones que la informalidad de las autoridades de aquel país le provocaban. Se había acostumbrado a que todas las programaciones fueran ignoradas y ya no se sorprendía cuando la interprete le traducía un correo electrónico en el que le comunicaban que la unidad que tenía que acudir a la conferencia del día siguiente había tenido que ser sustituida por otra por cuestiones de organización policial. "Seguramente a ésta gente le parece que si aceptan los horarios que les programos pierden algo de su independencia o se sienten algo colonizados", pensaba buscando una explicación. Pero lo que realmente había convertido su vida en una película de acción, haciendo que perdiera la dimensión de los días y las semanas, había sido sin duda la inquietante situación derivada del hecho de haberse quedado con un ordenador personal de un terrorista. En momentos de reflexión, en el silencio de su pequeño cuarto de estar , ahora completamente a oscuras, sentía cansancio por lo ocurrido y miedo por la incertidumbre de lo que podría pasar: si puidra volver atrás, hubiera preferido no haberse quedado con aquel pequeño laptop. Le daba vértigo repasar los acontecimientos y culpaba a Ricardo de no haber puesto fin a aquella sucesión de imprudencias. Y es que Ricardo le desorientaba absolutamente. No podría asegurar cuanto había en su comportamiento de valiente asunción de responsabilidad casi heroica, al advertir y aprovechar una posibilidad que el azar le había regalado para hacer un servicio a la patria penetrando en la organización criminal que más sangre de sus conciudadanos había derramado, y cuanto de insensatez o búsqueda incosciente de sensaciones fuertes o emociones, como las que busca el que se sube a la atracción de riesgo de la feria o se tira desde un acantilado.
Quijares , recostado en el sofá y sin apenas fuerzas ni ganas de levantarse para encender la luz de la lampara de pie, repasaba la conducta de Ricardo y no podría decir si se trataba de un tipo especialmente inteligente o tan limitado intelectualmente que no era capaz de darse cuenta de los peligros del camino que estaba recorriendo. Había empezado, hacia un par de semanas, una relación intensa casi explosiva con Collin, la médico irlandesa de color que trabajaba para una ONG francesa, y eso les había alejado un poco, dejándole algunas tardes con soledad suficiente para recapacitar sobre lo que estaban haciendo. Quería haber empezado a escibir un diario para ordenar un poco su mente y quizas aquella tarde invernal era un buen momento. Se levantó y finalmente encendió la lampara sintiendose en un instante deslumbrado. Buscó el cuaderno que debía ser su diario y en el cajón apareció la tarjeta de Svetanova Bostokieva. Entonces decubrió que además de la triste historia de su fracaso matrimonial que aún sentía como una mala disgestion en el fondo de su estómago, la aventura como espía por cuenta propia que aceleraba su corazón, y sus funciones dirigiendo cursos de formación para policías de un extraño país que aprendía no ser occidental, que le daban cierta coherencia y normalidad a su vida, se había olvidado de que tenía ahí como un billete en el bolsillo de un viejo pantalón, la extraña historia de una mujer que se despidió de él con una frase enigmática: " se quien eres" . No tuvo tiempo para que le aclarara aquella frase. Ni siquiera había tenido tiempo para comentar detenidamente aquel detalle con Ricardo. Ahora tenía en sus manos la tarjeta que le entregó al tiempo que pronunció aquellas palabras y después de comprobar que sólo eran las siete y veinte de la tarde, cogió el teléfono y se decidió a marcar.
Etiquetas: Novela por entregas.
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