martes, mayo 08, 2007

Domingo de invierno.

Fotografía de Félix Melendo.
Hay un vientecillo frío que hace más azul el cielo. La mañana presenta el día entero, limpio, sin ningún disparate todavía. La fiesta hace que la gente duerma un poco más o se retrase en el desayuno, y por eso la calle y el parque se ofrecen vírgenes, ordenados, con la tranquilidad y la lógica aplastante de su presencia solitaria. Al fondo un tipo maduro hace footing, pero su carrera esforzada, el ritmo de sus pasos, se ajustan sin dificultad a la línea de césped que recorren( le sigue un perro, parece). Huele a horno de pan, pero la noche dejó en el aire una pincelada de angustia que también se mezcla con el aroma a césped mojado. Dentro de unas horas, aparecerá el desconcertante ir y venir de abuelos y nietos, cochecitos de bebe junto a padres distraídos, que leen un periódico, ciclistas temerarios con casco y rodilleras, balones que siempre se salen del trozo de césped y van a detenerse al lado de una papelera, como meteoritos de un extraño satélite, alterando el guión del lugar hasta que aparezca alguien a recogerlo y las cosas recobren su propia coherencia. Vendrán aún más a llenar los bancos de cáscaras de pipas. Entonces el día soleado de invierno en el parque de la gran ciudad, pierde ya la sencilla belleza de líneas y colores que tu guardaste en esa foto. El domingo cursa su absurda cadencia y el día se emborrona con ritos vividos sin esperanza, rostros inexpresivos y la amenaza cierta e inevitable de una pareja que camina del brazo mientras él escucha con un solo auricular Carrusel Deportivo.
Antes de que todo eso empiece a percibirse, un par de nubes sobre un azul frío y limpio tocan discretamente tu alma de artista. Miras allí y atiendes la llamada. Un avión guarda silencio para no estropearte la fotografía. Levantas levemente una ceja y la arruga de tu mejor sonrisa quiere dibujarse. Ahora en tu mente la ves y la imaginas, al mismo tiempo. Un instante después sueñas con tenerla revelada.
Ahí está.
Es domingo en el parque y la mañana fría mantiene por un momento la belleza de las cosas.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

CUATRO MIL DOSCIENTOS CUARENTA.
Si vives ochenta años, y un año tiene cincuenta y tres domingos, tendras que acuparte de llenar cuatro mil doscientos cuarenta domingos, lo que equivale a algo más de once años y medio de domingos, dominguetes.
Hice un trato con el JEFE, y al jubilarme me los tomé todos seguidos; para aprovechar.
Me compré un velero y me dediqué a navegar por el Mediterráneo, más que por otra cosa porque me dió la gana, y no se me ocurrió nada mejor.
Como había que llenar 11,66 años dominicales, se me ocurrió llenarlos de color azul, de olas, de puertos con olor a algas, de olas, de gaviotas, de paralelos y meridianos, de orzadas a babor y a estribor.
Durante ese tiempo leí los libros que no tuve tiempo de leer, escribí a los amigos a los que no había escrito, y sobre todo me entretuve mandando cartas de amor a las mujeres que amé, y a las otras también.
Un día desaparecí, confundido entre la bruma, en un indeterminado punto entre Cabo Palos y Palma de Mallorca.
Al día siguiente, cuando la bruma despejó, estaba navegando frente a la isla de Strómboli, en Italia.
Cosas del azul.
Azul, cuatro mil doscientos cuarenta.
Atentamente: DRIVER

7:43 p. m.  

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