miércoles, febrero 07, 2007

Treinta años. Todavía.

Tenía dieciséis años, una guitarra, un grupo de amigos y, de vez en cuando, escritas en un papel arrancado de un cuaderno de gusanillo, grabadas en alguna cinta, aparecían tus canciones. Alguien, con uno de aquellos radiocassettes del tamaño de una caja de zapatos, te las había robado en el recital de un instituto o en algún festival. Descifrábamos las letras, buscamos los acordes detrás del ruido, y escuchábamos tu voz de madera noble. Tenías ángel y nos hacías sentirnos muy cerca de esa magia que desprenden muy pocas personas. Encontrabas la palabra sencilla y perfecta. Soñabas con la cadencia de acordes que la consigue enlazar a una melodía hasta no poder distinguirse ya nunca más. Y entonces nacía una canción.
Vivíamos en una ciudad sin historia, pequeña y acomplejada, con su parque de bancos de madera con inscripciones románticas, su paseo central y sus senderos escondidos donde al caer la tarde el paso tímido de las parejas se detenía por un instante. Pero aquellas canciones nos reconciliaban con un invierno duro y triste cuando nos hablaban de "La Castañera" y cantándola aprendimos a acariciar su diminuta silueta en los portales de la Plaza del Ayuntamiento. Nos enseñaste a mirar el lado secreto y escondido de las cosas, ese perfil de la realidad que palpa el poeta. Y en las mañanas de niebla y escarcha, mirando la desesperante sobriedad de la llanura, salvaron nuestro alma adolescente aquellas voces graves que en la introducción de “Padre” proclamaban: "no queda gente en el campo, la tierra guarda su canción". Unimos nuestras voces en un grupo para disfrutarte. Queríamos imitar a esos que te acompañaban, que después conocimos y con quienes compartimos momentos inolvidables de ensayo y escenario.
Un día como hoy, un siete de febrero, en el relente de la tarde que se va, como un mal viento, nos llegó la noticia. Ha muerto Javier Segovia en un accidente de coche. En el corazón agitado y convulso de los dieciséis años, sentimos la rabia por lo que se ese día se truncaba. Toda una vida por delante para dejar oír tu voz y tu guitarra a quienes no tuvieron la suerte de disfrutarte.
Se hizo el silencio.

Pero en el corazón de aquel chaval de dieciséis años de pelo largo, vaqueros y zapatillas John Smith dejaste regalos que hoy te quiere agradecer: el gusto por las palabras, la vocación de cantar con la entrega de quien canta de verdad, la certeza de que detrás de cada cosa, si sabes mirar, encuentras además de una belleza plena sin adornos, la generosidad de la Vida que te regala cada instante para que la disfrutes.Y por eso, después de treinta años, en el corazón cuarentón de éste padre de tres hijos, enredado en leyes y expedientes, si pegas bien el oído a su pecho, todavía se escuchan tus canciones.

Todavía.

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