"-¿Qué tengo?-insistí."
Claro que tendría que poder leer en húngaro para poder hacer un juicio con propiedad. Ese fue el idioma en que escribió su obra y la lengua que él consideró como su único territorio vital. Pero a pesar del tamiz de la traducción, diré que la prosa de Sándor Márai me ha seducido desde la primera frase de “ El último encuentro”, hasta la última de “La hermana” que termino ahora, en el momento de escribir éste post .(" Y está bien que así sea, pues aunque la melodía nunca tiene un significado, lo dice todo, todo lo que no puede decirse con las palabras").
Sus obras autobiográficas “Confesiones de un burgués” y “¡Tierra, tierra!”, nos ofrecen una minuciosa y desgarradora crónica de la trágica historia del siglo XX en Europa. Aparece entonces otro escritor que se convierte en reportero de una experiencia vital que nos muestra, por un lado todo lo que la IIGM fue capaz de destruir, y por otro, la llegada del régimen comunista a un país percibida desde los ojos de un intelectual centroeuropeo como el proyecto organizado políticamente de secuestrar el alma de los ciudadanos. Ambas obras descubren la precisión espectacular de sus descripciones fotográficas y la arquitectura sabia de cada una de sus frases, pero carecen del ingrediente esencial de la novela: el argumento.
Es precisamente la metódica e inteligente elaboración de la trama argumental de sus novelas, lo que te atrapa desde el primer capítulo. Cuando página a página vas desnudando cada una de sus historias, comprendes que, en lo esencial siempre escribe alrededor de un par de pulsiones profundas: el desengaño amoroso y el misterio de un instante, un hecho, que da significado y contenido a toda una vida. Su capacidad de describir los sentimientos más profundos de cada uno de sus personajes los hace inmediatamente reconocibles por cada uno de nosotros.
En “La Hermana”, a pesar de la presencia, de nuevo, de un triangulo sentimental y del persistente intento de describir el último rincón del alma humana, Márai se sitúa en una circunstancia vital frecuente en nuestras vidas a pesar de nuestro disimulo, pues resulta difícil mirarla directamente a los ojos: la enfermedad.
Siempre he pensado que entre la obviedad estrictamente material y física de la fractura de un hueso y la inexplicada y oscura naturaleza de la depresión, como enfermedad del alma, aparece un vasto territorio en donde resulta imposible encontrar la frontera entre “la enfermedad”, como dato objetivo y “el enfermo” como estado de ánimo o forma de ser. Dicho de otra forma, la opción entre “la sanación” como efecto de mera actuación de sustancias químicas o de intervenciones quirúrgicas y la salud como acto de voluntad personal, como apuesta profunda por la Vida. El reto de adentrarse, sin prisa y sin temor en ese territorio desconocido, es precisamente el impulso que mueve en ésta ocasión la pluma sabia y valiente de éste admirado escritor. Las reflexiones íntimas de un famoso pianista que cae enfermo son el soporte de ese viaje apasionante hasta regiones de nuestro interior, inexploradas, pero también intimamente reconocibles.
Simplemente sobrecogedor.
Es sábado de puente y a pesar de que son cerca de las diez de la mañana la calle sigue tranquila. Puedo escuchar el silbido inarmónico y sin esperanza de un afilador de cuchillos, que me trae recuerdos de mi infancia. Entonces detrás de la melodía siempre distinta y parecida de cada silbido, escuchaba el sonido rítmico de alguna escoba barriendo la acera. De vez en cuando la voz reconocible de alguna vecina reclamaba sus servicios. Ahora se aleja sin pausas y su melodía deslavazada parece de otro mundo.
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