Pruden. Capítulo Primero."La flor de Almíbar".
Muchos años después, frente a la tarta nupcial, Federico José Sánchez Lapiedra, habría de recordar aquella remota mañana de abril, cuando su padre le enseñó a medir cuerda tirando con decisión y haciendo girar la garrucha, al tiempo que pegaba cada porción sobre el perfil brillante y desgastado del mostrador de mármol. La ferretería “La Tuerca”, que después se llamaría “Hijos de Prudencio Sánchez”, era entonces el establecimiento más moderno del barrio: mujeres y hombres, grandes y pequeños se detenían ante su enorme escaparate asombrados por la variedad de tamaño de las cacerolas, los pucheros y sartenes con patas, los coladores, cafeteras italianas y alicates o martillos, ordenados en el interior de un receptáculo cuadrado de dimensiones hasta entonces desconocidas. El Barrio de Las Candelas era entonces una agrupación de apenas diez familias, recién llegadas a la gran ciudad, que miraban con recelo y desconfianza el afán de los operarios que levantando la calle la recubrían de adoquines oscuros y de líneas acero brillante.Para el niño Federico José la consecuencia inmediata de la instalación del tranvía había sido la suspensión sine die de los partidos de fútbol que cada tarde convertían la calle en el escenario de la tragedia o la alegría compulsiva de una veintena de chavales, alguno de los cuales formarían parte pocos años después de la mítica delantera del Racing de Buenavista F.C. Fueron días de nerviosa ilusión en los mayores y de desconcierto en la chiquillería, que pronto encontró la solución a un cuarto de hora de bicicleta en una explanada que llamaban “La Era del Manchón” entonces y hoy, casi cien años después Polígono Industrial El Manchón.
Prudencio Sánchez había pasado media vida recorriendo caminos al principio sobre los lomos de un asno y después con una pequeña carriola, con la que vendía hoces, azadas y otros instrumentos del campo, que recogía de las fábricas de La Solana, y repartía por los cortijos diseminados de una llanura ingrata y aburrida que sólo sirvió para regalar un sitio a la mente del genio de las letras, cuando quiso ubicar un loco a lomos de un rocín y su escudero en algún escenario acorde con sus continuos despropósitos.
Un par de visitas de un empleado de un banco y un representante de tuercas y tornillos de Mataró, bastaron para convencerle que en el mundo moderno, la gente se desplazaría hasta el lugar donde tenía que adquirir las cosas que necesitaba. “¿ Y si no vienen?”, preguntaba interrumpiendo las explicaciones, sin que su imaginación pudiera llegar a vislumbrar un cambio tan brusco en las costumbres de la gente. Ellos le insistían asegurándole que el futuro traería calles llenas de tiendas y que él no podía quedarse atrás. El nombre de “La Tuerca” fue imposición del socio de Mataró que a cambio costeó el cartel de cristal pintado con letras muy bonitas. Prudencio solo había pensado en nombres de hijos desde el bautizo de su segunda hija y no estaba sobrado de dinero en el comienzo de su aventura como comerciante. Había empezado un siglo y por fin su mujer había traído un varón después de dos hembras. Siempre se había dicho que los niños traen un pan debajo del brazo, así que aquel negocio no podía salir mal. Se llamaría Federico José, en recuerdo de un tío que murió en Cuba. Cuando nació era cabezón y muy peludo, lo que su padre relacionó con la facilidad para el comercio, al que asociaba la necesidad de estar haciendo números y números todo el día. Cuando le vio despachar quince metros de cuerda de pita para paquetería, con tan sólo doce años y cobrar dando las vueltas, sintió que tenía un sucesor y desde aquel día los hilos de la necesidad de alimentar a su familia que le mantuvieron en tensión y despierto más de una madrugada encendiendo su vida y sus intenciones cotidianamente, entre caminos polvorientos y facturas imposibles de entender que le explicaba un catalán con un tono de voz que invitaba a la desconfianza, se aflojaron para siempre. El reuma, la artrosis y el cansancio de los años, se fueron apoderando de él y postrándolo en una silla en la penumbra de la tienda, donde comentaba las ultimas noticias del barrio con sus vecinos mientras miraba orgulloso a su hijo atendiendo el mostrador, golpeando con decisión la nueva máquina recaudadora, dorada y rellena de campanillas escandalosas que facilitaba los cambios y les aligeraba la tediosa hora final del día cuando había que apuntar lo vendido y repasar la caja punteando anotaciones.
Federico José, vio poner y quitar las vías del tranvía por su calle. Surtió de tornillos de todas clases a las industrias de la ciudad que también vio crecer y morir. Durante los años de su madurez habitó un mundo perfecto en el que todos sabían donde debían situarse, quien eran los buenos y quienes los malos, las horas y los días se sucedían con una precisión armoniosa y aceptada por todos. Tiempos en que la ciudad compartía la ilusión de levantar unas ruinas y construir el futuro con esfuerzo y sacrificio. La única condición era no mirar atrás y no hacer preguntas. Y Federico José, las aceptó sin mucho esfuerzo. Tuvo ocasión de aprender las letras suficientes para aprender el nombre de los ríos y las ciudades, además de las cuatro operaciones matemáticas que le permitían ayudar a su padre a cerrar las cuentas por la noche. Y cada día le trajo la faena precisa para no pensar en otra cosa que no fueran sus hijos y el sueño de un futuro mejor para ellos. Su madre les dejó entre las sombras de ese pasado al que no se podía mirar. Su padre le enseñó a llevar el negocio y le acompañó siempre. Los últimos años sentado, en una silla de enea, en el sitio discreto y tranquilo que siempre quiso tener en vida, como si su nombre hubiera marcado su carácter y su destino.
Sentado en aquella silla de enea lo conoció Pruden, hijo pequeño de Federico José a quien contaba cuentos de bandidos que vivían en la sierra y le quitaban el dinero a los ricos para dárselo a los pobres y explicaba que así como en su mundo todas las cosas giraban alrededor de piezas de madera cuidadosamente torneadas por el carpintero, en el mundo moderno todas las cosas imaginables tenían dentro tornillos, grandes y pequeños, con la cabeza con miles de formas, de estrella y de una sola hendidura. Gracias al maravilloso invento del tornillo, podían unirse piezas imposibles de juntar que, además no podían ser de madera, como las que formaban el motor de los coches, a los que su abuelo siempre llamó autos. Pruden siempre recordará las explicaciones de su abuelo sobre un mundo de tornillos y tuercas, subido en sus rodillas de pana, comiendo una tostada de aceite. Y el recuerdo le trae la expresión de su cara sorprendida y desangelada y, sobre todo su olor a campo. Al campo que hacía muchos años que dejó, pero que se había metido en su ropa, impregnando el olor de su alma. Pruden notaba que su abuelo estaba orgulloso de su padre y ahora no sabría recomponer con precisión, la historia que su abuelo siempre contaba del día que detrás del mostrador empezó a ayudarle en la tienda. Una historia de una cuerda o algo así.
Cuando Prudencio Sánchez vio a su hijo despachar quince metros de cuerda de pita para paquetería, con tan sólo doce años, tirando del rollo con desparpajo, poniendo los tramos de cuerda sobre el perfil del mostrador, como si llevara siglos haciendo ese gesto, salió sin decir nada de la tienda y regresó con un pastel de hojaldre y nata que Federico José apenas podía abarcar con la boca. El dulce como una fiesta y la risa de su padre, desconocida hasta entonces por él, hicieron aquel momento imborrable en su memoria. Siempre que hablaba en las reuniones familiares, después de las cervezas del aperitivo, lo mencionaba hasta hacer aquella escena y su minucioso relato previsible en todos los que le escuchaban. La primera vez que lo narró como un discurso delante de todo el mundo fue delante del pastel de bodas y Maria Inmaculada Martín Torres, que acaba de dejar de ser su novia para convertirse en su mujer, cuando antes de cortar la tarta escuchó a su recién esposo empezar a decir “ Hace muchos años...”, ya sabía todo lo que iba a contar después: lo había escuchado muchas veces paseando su noviazgo, advirtiendo que él ni se daba cuenta de que esa historia ya se la había contado antes. A ella también le encantaba el hojaldre con nata, preludio de su primer beso de amor. Mientras él declamaba la historia, ella se trasladó a esa hora imprecisa en que el sol ya no está y todavía hay luz, un par de años antes. Hojaldre y nata por cincuenta centímos :Patelería y Confitería "la Flor del Almíbar". Y recordó aquella sensación caliente y suave, el juego que por azar comiéndose aquel pastel empezaron y, cuando apenas se había hecho de noche, aquel dulce desorden, aquella agitación desconocida hasta entonces para ella ,cuando el tiempo se detuvo y el mundo desapareció completamente detrás de aquel beso. En su vientre aquélla noche empezó a pensar en Pruden.
Prudencio Sánchez había pasado media vida recorriendo caminos al principio sobre los lomos de un asno y después con una pequeña carriola, con la que vendía hoces, azadas y otros instrumentos del campo, que recogía de las fábricas de La Solana, y repartía por los cortijos diseminados de una llanura ingrata y aburrida que sólo sirvió para regalar un sitio a la mente del genio de las letras, cuando quiso ubicar un loco a lomos de un rocín y su escudero en algún escenario acorde con sus continuos despropósitos.
Un par de visitas de un empleado de un banco y un representante de tuercas y tornillos de Mataró, bastaron para convencerle que en el mundo moderno, la gente se desplazaría hasta el lugar donde tenía que adquirir las cosas que necesitaba. “¿ Y si no vienen?”, preguntaba interrumpiendo las explicaciones, sin que su imaginación pudiera llegar a vislumbrar un cambio tan brusco en las costumbres de la gente. Ellos le insistían asegurándole que el futuro traería calles llenas de tiendas y que él no podía quedarse atrás. El nombre de “La Tuerca” fue imposición del socio de Mataró que a cambio costeó el cartel de cristal pintado con letras muy bonitas. Prudencio solo había pensado en nombres de hijos desde el bautizo de su segunda hija y no estaba sobrado de dinero en el comienzo de su aventura como comerciante. Había empezado un siglo y por fin su mujer había traído un varón después de dos hembras. Siempre se había dicho que los niños traen un pan debajo del brazo, así que aquel negocio no podía salir mal. Se llamaría Federico José, en recuerdo de un tío que murió en Cuba. Cuando nació era cabezón y muy peludo, lo que su padre relacionó con la facilidad para el comercio, al que asociaba la necesidad de estar haciendo números y números todo el día. Cuando le vio despachar quince metros de cuerda de pita para paquetería, con tan sólo doce años y cobrar dando las vueltas, sintió que tenía un sucesor y desde aquel día los hilos de la necesidad de alimentar a su familia que le mantuvieron en tensión y despierto más de una madrugada encendiendo su vida y sus intenciones cotidianamente, entre caminos polvorientos y facturas imposibles de entender que le explicaba un catalán con un tono de voz que invitaba a la desconfianza, se aflojaron para siempre. El reuma, la artrosis y el cansancio de los años, se fueron apoderando de él y postrándolo en una silla en la penumbra de la tienda, donde comentaba las ultimas noticias del barrio con sus vecinos mientras miraba orgulloso a su hijo atendiendo el mostrador, golpeando con decisión la nueva máquina recaudadora, dorada y rellena de campanillas escandalosas que facilitaba los cambios y les aligeraba la tediosa hora final del día cuando había que apuntar lo vendido y repasar la caja punteando anotaciones.
Federico José, vio poner y quitar las vías del tranvía por su calle. Surtió de tornillos de todas clases a las industrias de la ciudad que también vio crecer y morir. Durante los años de su madurez habitó un mundo perfecto en el que todos sabían donde debían situarse, quien eran los buenos y quienes los malos, las horas y los días se sucedían con una precisión armoniosa y aceptada por todos. Tiempos en que la ciudad compartía la ilusión de levantar unas ruinas y construir el futuro con esfuerzo y sacrificio. La única condición era no mirar atrás y no hacer preguntas. Y Federico José, las aceptó sin mucho esfuerzo. Tuvo ocasión de aprender las letras suficientes para aprender el nombre de los ríos y las ciudades, además de las cuatro operaciones matemáticas que le permitían ayudar a su padre a cerrar las cuentas por la noche. Y cada día le trajo la faena precisa para no pensar en otra cosa que no fueran sus hijos y el sueño de un futuro mejor para ellos. Su madre les dejó entre las sombras de ese pasado al que no se podía mirar. Su padre le enseñó a llevar el negocio y le acompañó siempre. Los últimos años sentado, en una silla de enea, en el sitio discreto y tranquilo que siempre quiso tener en vida, como si su nombre hubiera marcado su carácter y su destino.
Sentado en aquella silla de enea lo conoció Pruden, hijo pequeño de Federico José a quien contaba cuentos de bandidos que vivían en la sierra y le quitaban el dinero a los ricos para dárselo a los pobres y explicaba que así como en su mundo todas las cosas giraban alrededor de piezas de madera cuidadosamente torneadas por el carpintero, en el mundo moderno todas las cosas imaginables tenían dentro tornillos, grandes y pequeños, con la cabeza con miles de formas, de estrella y de una sola hendidura. Gracias al maravilloso invento del tornillo, podían unirse piezas imposibles de juntar que, además no podían ser de madera, como las que formaban el motor de los coches, a los que su abuelo siempre llamó autos. Pruden siempre recordará las explicaciones de su abuelo sobre un mundo de tornillos y tuercas, subido en sus rodillas de pana, comiendo una tostada de aceite. Y el recuerdo le trae la expresión de su cara sorprendida y desangelada y, sobre todo su olor a campo. Al campo que hacía muchos años que dejó, pero que se había metido en su ropa, impregnando el olor de su alma. Pruden notaba que su abuelo estaba orgulloso de su padre y ahora no sabría recomponer con precisión, la historia que su abuelo siempre contaba del día que detrás del mostrador empezó a ayudarle en la tienda. Una historia de una cuerda o algo así.
Cuando Prudencio Sánchez vio a su hijo despachar quince metros de cuerda de pita para paquetería, con tan sólo doce años, tirando del rollo con desparpajo, poniendo los tramos de cuerda sobre el perfil del mostrador, como si llevara siglos haciendo ese gesto, salió sin decir nada de la tienda y regresó con un pastel de hojaldre y nata que Federico José apenas podía abarcar con la boca. El dulce como una fiesta y la risa de su padre, desconocida hasta entonces por él, hicieron aquel momento imborrable en su memoria. Siempre que hablaba en las reuniones familiares, después de las cervezas del aperitivo, lo mencionaba hasta hacer aquella escena y su minucioso relato previsible en todos los que le escuchaban. La primera vez que lo narró como un discurso delante de todo el mundo fue delante del pastel de bodas y Maria Inmaculada Martín Torres, que acaba de dejar de ser su novia para convertirse en su mujer, cuando antes de cortar la tarta escuchó a su recién esposo empezar a decir “ Hace muchos años...”, ya sabía todo lo que iba a contar después: lo había escuchado muchas veces paseando su noviazgo, advirtiendo que él ni se daba cuenta de que esa historia ya se la había contado antes. A ella también le encantaba el hojaldre con nata, preludio de su primer beso de amor. Mientras él declamaba la historia, ella se trasladó a esa hora imprecisa en que el sol ya no está y todavía hay luz, un par de años antes. Hojaldre y nata por cincuenta centímos :Patelería y Confitería "la Flor del Almíbar". Y recordó aquella sensación caliente y suave, el juego que por azar comiéndose aquel pastel empezaron y, cuando apenas se había hecho de noche, aquel dulce desorden, aquella agitación desconocida hasta entonces para ella ,cuando el tiempo se detuvo y el mundo desapareció completamente detrás de aquel beso. En su vientre aquélla noche empezó a pensar en Pruden.
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