Capítulo 33." Saliendo del laberinto. ¿ O entrando?.
Siempre que llegaba por la mañana al vetusto edificio en donde tenía su despacho, una viejecita aterida de frío y reducida al tamaño de un niño de apenas tres o cuatro años, parecía esperarle envuelta en mantas y refugiada en un portal que daba acceso a una zapatería. Al verlo llegar musitaba algún sortilegio reclamándole una limosna. Aquella mañana, al acercarse y ver las luces de galibo de una ambulancia encendendidas supo que no volvería a depositar unas monedas en aquella mano esquelética y temblona. Apenas media docena de enfermeros oficiaron el triste ritual del levantamiento de su cadáver. En la camilla conservaba la postura fetal. Debieron pasar unas cuantas horas desde que había muerto y el frío de la noche le había entumecido ya las articulaciones. Se santiguó instintivamente y recordó sus ojillos hundidos y vivos. Una oleada de pena y desconcierto le despertaron de su idea obsesiva en aquel día: llamar a Svetana. Sabía perfectamente la diferencia de certeza entre los pensamientos nítidos e incandescentes de la noche y las ideas húmedas y relativas de la mañana siguiente. Como nadando en contra de la corriente, como contradiciéndose a sí mismo se repetía tozudamente que tenía que seguir el plan que con tanta claridad había diseñado la madrugada pasada. Pensó en aquella mujer diminuta que retiraban de la calle. Acaba de terminar una historia que un día empezaría entre la emoción de una pareja y la ilusión de una nueva vida. Intentó imaginar cómo sería su último día.
En principio, tenía un día muy tranquilo, pues hasta dentro de dos semanas no daba comienzo el último curso del año. Sería a la última promoción del cuerpo de subinspectores de la policía del Estado. El programa era el mismo del curso de los Inspectores de la pasada primavera, pero un poco resumido. Por eso tendría tiempo en la soledad de su despacho para intentar localizar a la mujer que tenía que abrirle la primera puerta de aquel laberinto. Después de los saludos habituales comprobó que su único compañero de oficina tenía tarea pasando las últimas memorias. Cerró la puerta y tiró con fuerza de la persiana. Quizás con demasiada fuerza. Definitivamente estaba nervioso. Se dispuso a activar la llamada vía satélite que le podía poner en contacto con ella. Era la primera vez que utilizaba aquel reloj mágico. Pensaba que había olvidado alguna de las minuciosas explicaciones que ella le había dado cuando se lo regaló. Era la primera dificultad y de nuevo dudó si seguir con el plan. Cerró con fuerza los ojos y los puños para conjurar el fantasma del fracaso, ese diablillo que le susurraba al oído que siguiera la inercia de las cosas, que se dejara llevar a donde el destino le llevara, que se dejara seducir un poco más, hasta ver más de cerca el abismo.
Abrió el correo electrónico y borró unos cuantos mensajes de remitente desconocido. Se disponía a contestar un correo atrasado de su hijo cuando sonó el teléfono. Era ella. El artefacto había funcionado. Le habló de forma telegráfica y parecía preocupada. No pidió explicaciones. Se verían el fin de semana en un balneario al que ya habían acudido en alguna ocasión o ¿quizás fue allí donde la conoció? El tono y la brevedad de la conversación de apenas tres palabras le dejaron todavía más confuso. Incluso se arrepintió de la llamada. Ahora sentía de nuevo que hubiera preferido seguir como estaba. Aquellos breves instantes de conversación telefónica le habían introducido en un camino desconocido. Había roto la tendencia y el principio del fin había comenzado. De todos modos, hasta después del fin de semana no le diría nada a Ricardo. La escapada estaba justificada. Era un nuevo requerimiento de una mujer voraz. Como tantas veces. Ricardo no sospecharía nada de sus nuevos planes. Cuando le contase que no pasarían juntos el fin de semana, se sonreiría y le diría alguna tontería:”ten cuidado con los tirones musculares”, o “dile que tienes un amigo preparado como repuesto”. Intercambiarían una mirada pícara y cómplice y un “hasta el lunes”. Lo que ahora tenía que hacer es olvidarse de la nueva situación hasta que el viernes tomara el taxi de otras veces, con ese conductor enorme y silencioso que lo llevaría hasta donde ella hubiera dispuesto. Iba a ser una semana larga pues Ricardo, después de todo lo que habían vivido juntos, era capaz de detectar el más mínimo cambio de estado de ánimo.
Sonó de nuevo el teléfono. Era Ricardo.
- Cómo estas de curro.
- Buenos días Don Ricardo, te veo estresado.
- Déjate de coñas y dime si podemos vernos.
- Hombre, tú eres el que vives en las altas esferas y siempre estás ocupado, chaval. Yo soy un funcionario ocioso, buscando algún papel que cambiar de sitio esta mañana…
- Vaya, vaya… te veo de buen humor. Me alegro, pero espabila y cambia rápido ese papel y nos vemos dentro de media hora en el café del kiosko.
El café del kiosko era un pequeño bar, con un velador en la puerta, regentado por un hombre de raza árabe, alto, enjuto y eternamente serio. Nunca habían tomado nada allí, pues tenía un aspecto sucio y un poco lúgubre. Pero ese kiosko era donde quedaban muchas veces para empezar el rato footing, algunos domingos. También , por ser el kiosko más cercano al apartamento de Quijares era donde compraba tabaco. Vivía de los clientes que le prestaba una mezquita cercana.
Después de colgar, Quijares repasó sus propias palabras. Había actuado bien y dificilmente Ricardo se podía haber percatado de la tormenta que en su cabeza se estaba produciendo. Pero, después de repasar su actuación y darse una buena nota, recordó el tono de la voz de Ricardo y entonces se percató de que estaba realmente preocupado.
El té olía bien y estaba servido en un pequeño vaso de metal que disimulaba mejor la suciedad. El café tenía un aspecto horrible y olía a cualquier cosa menos a café. El vaso de cristal tenía restos que aplicándoles carbono 14 podrían aportar datos del paso de la civilización romana por aquella zona. Las moscas eran como las de cualquier sitio del mundo. Un poco más cariñosas y confiadas.
Quijares llegó primero y tuvo tiempo de tomar todos los detalles del lugar. Ricardo llegó medio corriendo y después de quitarse la gabardina se sentó apresurado.
- Cómo estás. Me he escapado y tengo poco tiempo.
- Tranquilo coño. No eras tú el hombre de los nervios de acero…Joder, vaya tugurio. Desde fuera promete, pero el interior supera cualquier pronóstico.
- Era el mejor sitio. Escucha.
En principio, tenía un día muy tranquilo, pues hasta dentro de dos semanas no daba comienzo el último curso del año. Sería a la última promoción del cuerpo de subinspectores de la policía del Estado. El programa era el mismo del curso de los Inspectores de la pasada primavera, pero un poco resumido. Por eso tendría tiempo en la soledad de su despacho para intentar localizar a la mujer que tenía que abrirle la primera puerta de aquel laberinto. Después de los saludos habituales comprobó que su único compañero de oficina tenía tarea pasando las últimas memorias. Cerró la puerta y tiró con fuerza de la persiana. Quizás con demasiada fuerza. Definitivamente estaba nervioso. Se dispuso a activar la llamada vía satélite que le podía poner en contacto con ella. Era la primera vez que utilizaba aquel reloj mágico. Pensaba que había olvidado alguna de las minuciosas explicaciones que ella le había dado cuando se lo regaló. Era la primera dificultad y de nuevo dudó si seguir con el plan. Cerró con fuerza los ojos y los puños para conjurar el fantasma del fracaso, ese diablillo que le susurraba al oído que siguiera la inercia de las cosas, que se dejara llevar a donde el destino le llevara, que se dejara seducir un poco más, hasta ver más de cerca el abismo.
Abrió el correo electrónico y borró unos cuantos mensajes de remitente desconocido. Se disponía a contestar un correo atrasado de su hijo cuando sonó el teléfono. Era ella. El artefacto había funcionado. Le habló de forma telegráfica y parecía preocupada. No pidió explicaciones. Se verían el fin de semana en un balneario al que ya habían acudido en alguna ocasión o ¿quizás fue allí donde la conoció? El tono y la brevedad de la conversación de apenas tres palabras le dejaron todavía más confuso. Incluso se arrepintió de la llamada. Ahora sentía de nuevo que hubiera preferido seguir como estaba. Aquellos breves instantes de conversación telefónica le habían introducido en un camino desconocido. Había roto la tendencia y el principio del fin había comenzado. De todos modos, hasta después del fin de semana no le diría nada a Ricardo. La escapada estaba justificada. Era un nuevo requerimiento de una mujer voraz. Como tantas veces. Ricardo no sospecharía nada de sus nuevos planes. Cuando le contase que no pasarían juntos el fin de semana, se sonreiría y le diría alguna tontería:”ten cuidado con los tirones musculares”, o “dile que tienes un amigo preparado como repuesto”. Intercambiarían una mirada pícara y cómplice y un “hasta el lunes”. Lo que ahora tenía que hacer es olvidarse de la nueva situación hasta que el viernes tomara el taxi de otras veces, con ese conductor enorme y silencioso que lo llevaría hasta donde ella hubiera dispuesto. Iba a ser una semana larga pues Ricardo, después de todo lo que habían vivido juntos, era capaz de detectar el más mínimo cambio de estado de ánimo.
Sonó de nuevo el teléfono. Era Ricardo.
- Cómo estas de curro.
- Buenos días Don Ricardo, te veo estresado.
- Déjate de coñas y dime si podemos vernos.
- Hombre, tú eres el que vives en las altas esferas y siempre estás ocupado, chaval. Yo soy un funcionario ocioso, buscando algún papel que cambiar de sitio esta mañana…
- Vaya, vaya… te veo de buen humor. Me alegro, pero espabila y cambia rápido ese papel y nos vemos dentro de media hora en el café del kiosko.
El café del kiosko era un pequeño bar, con un velador en la puerta, regentado por un hombre de raza árabe, alto, enjuto y eternamente serio. Nunca habían tomado nada allí, pues tenía un aspecto sucio y un poco lúgubre. Pero ese kiosko era donde quedaban muchas veces para empezar el rato footing, algunos domingos. También , por ser el kiosko más cercano al apartamento de Quijares era donde compraba tabaco. Vivía de los clientes que le prestaba una mezquita cercana.
Después de colgar, Quijares repasó sus propias palabras. Había actuado bien y dificilmente Ricardo se podía haber percatado de la tormenta que en su cabeza se estaba produciendo. Pero, después de repasar su actuación y darse una buena nota, recordó el tono de la voz de Ricardo y entonces se percató de que estaba realmente preocupado.
El té olía bien y estaba servido en un pequeño vaso de metal que disimulaba mejor la suciedad. El café tenía un aspecto horrible y olía a cualquier cosa menos a café. El vaso de cristal tenía restos que aplicándoles carbono 14 podrían aportar datos del paso de la civilización romana por aquella zona. Las moscas eran como las de cualquier sitio del mundo. Un poco más cariñosas y confiadas.
Quijares llegó primero y tuvo tiempo de tomar todos los detalles del lugar. Ricardo llegó medio corriendo y después de quitarse la gabardina se sentó apresurado.
- Cómo estás. Me he escapado y tengo poco tiempo.
- Tranquilo coño. No eras tú el hombre de los nervios de acero…Joder, vaya tugurio. Desde fuera promete, pero el interior supera cualquier pronóstico.
- Era el mejor sitio. Escucha.
Efectivamente Ricardo estaba asustado. No escuchó las bromas de su amigo y mirandose al reloj se puso a hablar. La interrupción del único camarero y dueño, fue el único momento en que detuvo su acelerado discurso.
- Ya te contaré más despacio, pero he escuchado al embajador a medias y no puedo ponerlo en pie. Pero de lo que he escuchado, me temo que nos han pillado o están a punto de hacerlo. El embajador decía algo así como “ahora lo entiendo todo” y “es gravísimo…”. Todo esto al teléfono, pero luego pasó el segundo y, auque si me descubren me la hubiera jugado, me metí en el lavabo de mujeres que linda puerta con puerta con el despacho del embajador. Y, aunque no lo he escuchado todo, creo que han hablado de un ordenador portátil y de un infiltrado…
Las palabras y sobre todo el tono y el gesto de tensión de Ricardo, alarmaron a Quijares, que intentando disimular. Quería jugar a ser el tranquilo en esta ocasión.
- Bueno, tranquilo hombre. Vamos a ver qué saben y qué no antes de ponernos nerviosos. Esta tarde te cuelas en su despacho, y confirmas las sospechas o, como yo creo, te aclaras y se te pasa la paranoia.
- Fernando, no es una paranoia. Estoy casi seguro.
- Tranquilo chaval.
- Pero déjame que termine.
- Sigue, creí que habías acabado.
- Falta lo peor. Después de que el segundo saliera, regresé con cuidado de no ser visto y ser acusado de voyeur a mi mesa. A los cinco minutos el Embajador apareció y, casi sin mirarme me dijo que quería en su mesa todo el expediente del incidente del etarra y todo lo posterior, que me olvidara de las funciones encomendadas sobre aquel asunto que pasaría a ser llevado por los Servicios de información.
Quijares palideció.
- Y terminó diciendo, “toda esa información ha sido clasificada, por tanto no puede comentar nada con nadie, ni siquiera con su amigo el policía de lo cursos”.
Quijares sintió un escalofrío.
3 Comments:
¿cuando sigue?
Pronto amigo.
Pués a ver si es verdad porque estoy sin dormir y mordiéndome las uñas de impaciencia
un ferviente admirador/a
Publicar un comentario
<< Home