Cada día los vemos ofreciéndonos pañuelos de papel en un semáforo, transportando relojes en un brazo o esperando cansados que le preguntemos el precio de un DVD o de una de las gafas de sol que han colocado en una manta en el suelo de alguna calle peatonal del centro de la ciudad.
Han venido desde muy lejos, movidos por el hambruna que azota sus aldeas. Huyendo de guerras entre países gobernados por psicópatas sostenidos por políticos occidentales corruptos con cuentas corrientes en paraisos fiscales.
Sus cuerpos hercúleos, sus dientes perfectos, nos recuerdan que son el resultado final de una larga sucesión de generaciones en las que solo sobrevivieron quienes poseían una fortaleza sobrehumana.
Sus músculos son más fuertes, mejor formados que los nuestros. Su sistema inmunológico es mucho más potente y depurado el nuestro. Su sangre no esta envenenada con los conservantes que infectan la fruta que comemos. Además, aunque ellos no han pasado largas horas en un pupitre, ni delante de un televisor, sus ojos han visto las dos caras de este mundo. Miran ahora nuestras calles y, en sus mentes guardan el recuerdo de la choza donde dejaron a sus padres, donde duermen soñanado con verlos regresar, sus hijos. Ellos conocen aquello y esto, y eso le da un conocimiento real, una sabiduría inalcanzable para nosostros.
Es seguro que debe ser duro y difícil para ellos, asumir la tontería y el despilfarro que inunda nuestras ciudades. Saber que esa noche apenas tendrás que cenar, mientras contemplas las calles llenas de coches con la música a todo volumen, la muchedumbres de jóvenes armados de una bolsa con licores baratos y las discotecas vomitando risas y estulticia hasta el amanecer.
A la mañana siguiente, otra vez, esperarán cada intervalo en que el semáforo se pone en rojo para ofrecerte sus pañuelos y, cada dos minutos, junto con algunas monedas, coleccionarán gestos de desprecio e indignación.
Y a pesar de todo, no conozco reacciones violentas, atracos o la implicación de esos gigantes negros, en actividades ilicitas, más allá de la venta de relojes de imitación o copias piratas de musica o películas.
Son buenos.
Profundamente buenos.
Me pregunto quién les enseñó a mantener la calma, a resignarse, a respetar la propiedad ajena, a luchar por sobrevivir sin hacer daño a los demás.
Qué reglas aprendieron primero.
Qué decía la oración que acunaba sus cunas.
Quiero dejar aqui testimonio de mi profunda admiración hacia esos negros que inundan nuestras calles peatonales, nuestros semáforos.
Su bondad, su paciencia y su magestuosa dignidad les otrogan una manifiesta superioridad moral sobre nosotros.
Sus ojos conocen la incomprensible desigualdad entre los seres humanos. Sin embargo, sus miradas cansadas, profundas y antiguas, desconocen la envidia, el rencor, la ira.
Me pregunto qué códigos les enseñaron en su infancia, qué principios, desconocidos para nosostros, les han hecho tan superiores.
Me pregunto si no tendrán ellos lo más valioso, lo que a nosostros nos falta.