sábado, mayo 31, 2008

Lección para tu vida.


La mayoría de las religiones difieren las consecuencias de nuestros actos a un momento posterior a nuestra muerte, incentivando el cumplimiento de sus reglas fundamentales con un premio o un castigo que deberá materializarse en esa otra dimensión. Ese esquema supone que, el último término el fundamento del comportamiento moral sea lejano, ajeno a la realidad y construido sobre la imaginación. De la capacidad de crear mentalmente imágenes más o menos agradables o espantosas, nacerá el incentivo para un comportamiento mejor basado en la esperanza o el miedo. Pero claro, con bases tan poco serias, resulta comprensible el escaso éxito que a lo largo de los siglos han tenido las religiones en el objetivo de que sus seguidores ajusten la realidad de sus actos a las reglas a las que deben sujetarse. La eficacia de sus mandatos además tanto más endeble cuanto más madura sea la persona y por ello menos fíe las decisiones importantes de su vida a la mera imaginación.
La determinación de cuando un comportamiento es bueno moralmente y debe procurarse o malo, y debe evitarse, debería poderse hacer atendiendo a sus consecuencias inmediatas, a su efecto directo en la realidad. Con este elemental presupuesto podían evitarse aberraciones ancestrales como la guerra santa o la muerte civil de miles de hombres y mujeres obligados a renunciar a su vida que han poblado y pueblan por todo el mundo órdenes y monasterios con hábitos de todos los colores, desde el Tibet hasta Canadá.

La remisión a otra dimensión, subsiguiente a la vida, en donde se ajustan cuentas es instrumento, cada día menos convincente, de consuelo y resignación: no te preocupes que luego serás recompensado. Además aquellos que aquí disfrutan de una posición de privilegio, luego lo pagarán. No es imposible, pero es muy difícil que un rico pase al jardín de las delicias. Y así visto se fomenta una cultura del sufrimiento: cuanto peor aquí mejor después y viceversa. No solo que las consecuencias de nuestros actos se difieren la más allá, sino que se disocian del más acá.


En trance de buscar una sanción y un premio abonables en vida, aparece el Tiempo, como realidad invisible, como lugar que habitamos, regalo que se agota, magnitud Universal y en tanto que percibida, Humana. El Tiempo que tenemos y se escapa. El Tiempo que podemos sentir, vivir y, al tiempo nos trasciende. El Tiempo real y a la vez intangible.
La sanción es el minuto que has perdido para siempre. El premio es el momento que nunca olvidarás.
El acto es bueno o malo delante de ese justiciero sencillo e insobornable: el Tiempo.
Todos los actos, sentimientos, intenciones que te han envilecido ya te han pasado factura: el tiempo que has empleado en ellos lo perdiste para siempre. No volverá.
Todas las veces que has conseguido sacar lo mejor de ti han sido ya recompensadas: esos momentos felices, plenos, nadie te los puede arrebatar ya y, además te acompañarán para siempre.
Emplea bien cada segundo de tu vida. Los que te corresponden están contados.
Aprende hacer de cada día un cielo y evita convertirlo en un infierno.
Aquí, ya, ahora, tenemos la recompensa y el castigo.
Para Maribel
(gracias por el tiempo que vivimos juntos).
El camino que bordea la laguna
bajo la sombra de los chopos,
en los atarceres dorados de Septiembre,
volvera a ver pasar tu silueta,
caminando con paso decidido.
Un beso.

domingo, mayo 11, 2008

Falta el pianista.


Para los políticos que hicieron la transición, entre los que destaca por su capacidad de sensatez y liderazgo Juan Carlos I, su realidad vital se construye en contra de un régimen político autoritario, resultado de un enfrentamiento civil que pone punto final a un convulso siglo XIX y marca a fuego y sangre casi todo el siglo XX.

El establecimiento de un sistema democrático en España es para él y para el régimen que encarna, vigente en nuestros días, el punto de llegada, el objetivo cumplido, la tan deseada Itaca lograda con paciencia, astucia y buen tino.

Pasados treinta años desde aquel momento mágico de nuestra historia, deberían ser mayoría los españoles que considerando nuestro sistema democrático como un punto de partida, reclamaran como necesarios, nuevos horizontes políticos, que permitan mayores cotas de Libertad y Justicia.
La realidad a día de hoy es que esa mayoría encarna una generación que se desenvuelve sin entusiasmo en el sistema constitucional, pero carece de impulso y fuste para una revisión crítica desde la que proponer nuevas metas.

Es cierto que “contra Franco”, era relativamente fácil construir un discurso crítico alrededor de ideas universales como la libertad, el pluralismo político, la democracia. Se trataba de un régimen personalista y agonizante en el interior y estrambótico en el contexto de naciones de nuestro entorno cultural. Era fácil entonces defender la libertad, luchar contra la permanente tentación de abuso del poder político y económico. Algunos de los que frente a ese régimen tambaleante mostraron su rebeldía han rentabilizado con creces, en direcciones generales y consejos de administración sus escasos días en las prisiones de aquella dictadura.

Nos enfrentamos ahora a una situación muy diferente. Los mecanismos de poder que nos controlan son universales y mucho más sutiles. Los “mileuristas”, la generación mejor preparada de nuestra historia, conectados a Internet, tomando copas desde le jueves y más sabios en sexo que los noruegos, se debaten entre la percepción cotidiana de un sistema político y social castrante que les impide tener acceso a un pequeño apartamento, y la sensación de desánimo, a la vista de que la defensa de lo más obvio, no tiene ninguna posibilidad de éxito.

Frente a una estabilidad social granítica, los índices de autoestima personal disminuyen, la sensación de inseguridad personal aumenta. En un contexto político-social más abierto que nunca y en teoría idóneo para el libre desarrollo de la personalidad en todas sus manifestaciones, los resultados en cualquier campo de las distintas manifestaciones culturales imaginables, dejan mucho que desear. Y es que falta el individuo. Hemos conseguido traer a casa el mejor piano del mundo. No suena porque falta un pianista.

Estas reflexiones nacieron tras la lectura de un fragmento de Maurice Duverger.

En España, cuando corría el once de mayo del octavo año del tercer milenio.



“En el posfacio de 1984, Goerge Orwell describe el procedimiento más eficaz utilizado por la dictadura que el imagina para impedir el desarrollo de un pensamiento heterodoxo. Todos los años se imprime un nuevo diccionario que reemplaza los ejemplares del anterior, los cuales son destruidos. Cada edición sucesiva contiene menos palabras que la precedente, es decir , menos formas de pensar. De año en año, el pensamiento se reduce, disminuyendo sus posibilidades para un pensamiento libre. La dictadura de Orwell no existe. Pero cabe preguntarse si, en 1984, las democracias occidentales no desembocarán en una situación parecida. Por supuesto, no a causa de restringir el número de palabras, porque se crean neologismos todos los días, sino porque se destruyan los mecanismos de concatenación de las palabras y de conexión de las ideas, que permiten la edificación de la síntesis. Si fuese así, no se podría ya poner en entredicho el orden establecido, a causa de la incapacidad para imaginar la posibilidad y el proceso de un orden diferente. La estabilidad sería entonces evidentemente reforzada.”

Janus, les deux faces de l'Occident, Plon, Paris, 1972,pp170-1
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