viernes, marzo 02, 2007

Grillos.

Un sonido agudo, rítmico y persistente, de tacto más metálico que el trino de un pájaro, pero un poco más suave que el rasguño áspero de la cigarra, inunda el espacio abierto y oscuro de la llanura manchega en las noches de verano. Es el canto del grillo producido al friccionar mecánicamente sus alas, que se extiende como una luz negra infinita y sonora. Escuchado de forma aisalada y fuera del contexto natural, resulta impertinente y monótono. Dentro de una pizzería, como me ocurrió en época universitaria, después de demostrar mis habilidades, es muy alarmante. Sin embargo, como fondo de la noche estrellada y calurosa del estío manchego, ese sonido se funde con el paisaje en perfecta armonía. La Luna mancha con un mismo tono blanco los olivos y el filo de la loma. Cada noche hay más estrellas que nunca y el grillo interpreta allí la única música posible. Es la melodía que nace desde dentro del ese paisaje inmenso y austero.

Un buen día, que ahora solo acierto a imaginar, cuando tenía siete u ocho años, algún amigote un poco mayor, sabio en esas asignaturas que no vienen en ningún libro de texto, me enseñó como atravesar el telón de aquel misterioso escenario para descubrir y atrapar, pateando algún pedregal o entre chaparros, uno de los diminutos músicos de esa excepcional orquesta nocturna y discreta. Era como un viaje al interior invisible de una noche de verano.
La primera tarea era discernir de entre el coro general, la cadencia precisa de uno de sus miembros. Una vez localizado, había que orientar nuestros pasos cautelosos y dubitativos hacía el lugar desde donde nacía ese específico sonido. Cuanto más te acercas, más cauteloso debes ser, porque al llegar a sus inmediaciones, normalmente nuestra presencia le alertaba y de pronto callaba su canto. En ese instante quedábamos petrificados, inmóviles y en silencio, esperando una nueva interpretación. Tienes que procurar no hacer el más leve ruido. Apenas respiras. Durante esos instantes inolvidables, recuerdo que dejábamos casi de existir. Adquiríamos la quietud eterna y sobrenatural de una piedra o del tronco de un olivo. A veces reanudaba el canto y nos dejaba centrarlo un poco más. En el instante final, cuando no era posible afinar más la situación, proyectábamos el chorro de luz de una linterna sobre el punto donde confluían nuestras miradas. La luz podía provocar algún sobresalto en nuestra víctima y tratábamos de encontrar ese movimiento nervioso del pequeño músico huyendo hacia su guarida. Si ese intento fracasaba, había que encontrar el agujero donde habitaba. Solía estar debajo de una piedra grande o al lado del tronco de un arbusto. Al descubrirlo empezaba la fase final y esa tarea no admitía demoras. Por eso nos concentrábamos con intensidad y orden. Todo desaparecía, las estrellas, la Luna, el campo inmenso. El mundo entonces era un pequeño agujero del tamaño de un dedo y el deseo infantil e impaciente de atrapar a su morador. ¿Estará ahí dentro? Para saberlo la primera técnica era introducir una pequeña pajita y moverla. Si lograbas tocarle, el grillo se sentía agredido y salía. Si este método fallaba, había que inundar aquel domicilio y forzar así su evacuación. Con agua, si llevábamos o, en otro caso, que era el más frecuente, con la colaboración del que más ganas tuviera. Todo estaba justificado en ese momento supremo. Tampoco existía el pudor. Y mientras uno proyectaba su surtidor natural, arma definitiva y estrictamente necesaria, los demás mirábamos atentos la salida de la presa.
Ahí está. Cuando lo teníamos delante, lo cogíamos con delicadeza y decisión, poniendo la mano hueca encima y cerrando luego con cuidado el puño. Mientras uno abría el bote con tapa de chapa agujereada, el captor lo depositaba dentro. Tras cerrar el bote, daba algunos saltos desesperados dentro, pero la azaña estaba cumplida.
Corbata grande o pequeña, clara u oscura, era rubio o moreno. Si tenía tres rabos era grilla y todo había fracasado porque las grillas no cantan. Si era un buen grillo y la aprehensión no fue muy traumática, soplándole sutilmente a través de la tapa, sabíamos hacerle volver a cantar.
Asi que volvíamos satisfechos. Como cuando lográbamos urgar en un bolígrafo hasta ver el pequeño muelle. En un bote de cristal traíamos la prueba de nuestro viaje al interior escondido y misterioso de una noche de verano.

http://profile.imeem.com/_iONYV/music/9_H0c1TY/grillo/?ct=glC0xH


1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Solo soy un simple camionero.
Entregar una carga de baterías en Hungría es trabajo.
Es un coñazo.
Y allí estaban ellas.
Volaban las luciérnagas libres en el el valle de un río. No pondré el valle ni el río, porque su niombre tenía más consonantes que vocales. Soy incapaz de acordarme.
Lo que sí recuerdo es el espectáculo.
15.000 luciérnagas brillando tres horas después de la puesta del sol.
Ninguna tropezaba con ninguna.
Su brillo se encendía y se atenuaba, siguiendo una cadencia matemática mágica.
Allí estaba yo, enmedio de un valle lleno de consonantes, rodeado de luciernagas que no se tropezaban, tenuemente iluminado, observando su reflejo en las aguas de un río, que a su vez estaba repleto de consonantes.
Dios escribe el mundo a través de conceptos matemáticos.
Nosotros percibimos lo que vemos.
Comprendemos lo que sentimos.
Amamos lo que vivimos.
Somos simples camioneros, conduciendo un 16 toneladas en un carretera perdida.
Y lo que vemos, lejano e inasible, es bello de cojones.
Atentemente: DRIVER.

4:42 p. m.  

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