domingo, octubre 28, 2007

Capítulo 35. "Otra vez en el viejo balneario".


En una estancia amplia de techos altos y muros de piedra, con grandes ventanales en forma de arco, estaba el comedor. Podía haber sido la sala capitular de un antiguo convento y sería un lugar frío y desangelado si no fuera por las impresionantes alfombras que arropaban el suelo de piedra y los nobles tapices que vestían las amplías paredes. La iluminación de enormes lámparas de araña con velas, llenaba cada rincón de sombras vivas e inquietas y la atmósfera se llenaba de una misteriosa intimidad. Los camareros apostados en cada rincón como estatuas y la distancia sideral entre cada mesa, harían lujoso aquel lugar incluso en la bahía de Mónaco. Situado entre antiguos países comunistas, la esplendorosa riqueza de mármoles y viandas, convertían aquel lugar en un refugio para los más ricos, los más poderosos, de entre los más ricos y poderosos del mundo. Lo habitaban normalmente parejas variopintas con el único denominador común de la notable mayor edad del varón. Quijares era una excepción, pero en todo caso, no había contacto alguno con los demás pobladores del balneario, ni siquiera visual. Cada mesa era un mundo aparte y la discreción de las conversaciones era tal que, podía escucharse, como fondo musical, el tintineo de los cubiertos y los vasos.
A pesar del paso agradable sobre las alfombras y del silencio majestuoso del lujo, Quijares se sentía atrapado en aquella jaula de oro. Los últimos acontecimientos le habían hecho perder pie. Ni el Grange 1951 le hacía ilusión aquella noche, ni fue capaz de seguir con atención las historias de venganzas y odios de los nuevos ricos de la estepa siberiana que Svetana le contaba, con amabilidad y cierta paciencia. Porque ella era perfectamente consciente de que aquel tipo de tez morena y manos venosas, que tan bien sabía acompañarla a ese lugar fuera del espacio en donde ella siempre quisiera estar, aquella noche tenía una sombra en la mirada. Le contaba su convencimiento de que cualquier día asesinarían a la periodista más valiente que había nacido en su viejo y legendario país y su impotencia para convencerla de optar por dejar de sacar al fresco lo peor de un régimen corrupto o adoptar las precauciones mínimas. La indiferencia de aquella mujer que ahora, de nuevo, le acariciaba con su pie desnudo por debajo de la mesa, cuando hablaba de secretos de estado, de muertes y sobornos, que otras veces le había parecido excitante, ahora le provocaban un profundo malestar que, empezaba a no poder disimular. Ella lo notó, o quizás sería mejor decir que lo había previsto y entendió que no podía mantener esa incómoda situación que se produce cuando dos personas que tiene lo mismo en la cabeza hablan de otra cosa. Después de un largo silencio, que Quijares quiso romper, dándose cuenta entonces que ni siquiera recordaba qué le estaba contando, ella abrió la única cuestión que realmente les importaba, sin saber exactamente cómo saldría finalmente de aquella situación:
- Ahora no lo puedes dejar, mi amor.
Quijares dudó un segundo si debía entender la frase en relación a lo que él tenía en la cabeza. Se encontró con sus ojos y le sonrieron, de esa forma tan peculiar y tan suya. La mirada sonreía, pero no movía un solo músculo de su cara. Los ojos le decían, sí, vamos a hablar de eso, que ocupa tu cabezas y tu estómago hasta el punto de no dejarte probar ni un bocado del mejor paté de faisán del mundo.
- ¿Sabes donde esta Tegucigalpa?
Él bajo la cabeza, derrotado, temiendo que de nuevo ella estuviera jugando con sus tripas.
- Ahora no lo puedes dejar, mi amor. Han convocado una reunión en Tegucigalpa y sólo te tengo a ti para saber qué puede salir de esta mezcla extraña de iluminados y patriotas. Puedes olvidarte de tu idea, mi amor. Ahora no es el momento.
Cuando tuvo la certeza de que por fin ella había abierto el tema en el que su cabeza había estado trabajando febrilmente los últimos quince días, sacó fuerzas para enfrentarse a sus ojos y buscó su mano encima del mantel para ayudarse y trasmitirle con toda la intensidad posible su decisión. Ella tenía la mano suave y caliente.
- Tienes que entenderme Svetana. No puedo más. Estoy cansado y todo se ha complicado cada vez un poco más. Ni siquiera sé si sería capaz de contar a alguien ordenadamente esta historia de locos en la que me he metido. Necesito descansar, olvidarme de todo, desaparecer, buscar alguna excusa para volver a Madrid y recuperar la vida que un día desprecié, pero que ahora me parece el paraíso: el dominó en el bar del barrio, el Marca, las cervecitas, el fútbol inundando el domingo. Tienes que ayudarme porque sabes que ahora mi vida depende de ti y, porque me has hablado muchas veces que eres una persona de palabra, que puedes matar y morir para mantener la palabra dada, el compromiso adquirido. Recuerdas todo lo que me has dicho del honor, de los códigos no escritos, de la fidelidad entre los tuyos como única regla en un mundo sin reglas.
Hablaba sin detenerse, como vomitando una larguísima mala digestión, como sacándose un veneno de lo más hondo de su ser.
- No puedo vivir así. Hace unos meses, era un juego entre dos, tres personas, si te incluyo a ti. Era nuestro juego secreto y me sentía seguro, a salvo de todo, aunque te reconozco que muchas veces he sentido que me engañaba, que la dimensión de lo que hacíamos era mucho mayor de lo que parecía, que todo se nos podía ir de las manos en cualquier momento. Pero ahora esos presagios se han hecho realidad y tengo la sensación de que en cualquier momento pueden caerme encima los geos, la mafia calabresa, los patriotas del norte o los del turbante. Me parece que estoy sentado encima de un polvorín a punto de estallar. No duermo, no puedo pensar en otra cosa. No puedo más, Svetana. No puedo aguantar ni un minuto más dentro de este laberinto. Tienes que entenderlo.
Ella respondió a su caricia encontrando la superficie más lisa de su mano y rozándola de forma sutil hasta hacerla coincidir con su parte más lisa, más sedosa. Quijares sintió de pronto todas esas sensaciones, al dejar de hablar, de forma retrospectiva.
- Escúchame bien, mi amor. No te va a pasar nada. Te prometí que tendrías mi protección en tiempos difíciles y han llegado mucho antes de lo que pensaba y de lo que tú de crees, mucho antes de lo que tú has sabido. Ya sabía hace tiempo que terminaría este capítulo de la historia y que podía ser peligroso y doloroso para ti. Pero, tienes que ir a Tegucigalpa. Tengo que saber qué pasa allí y luego, todo será más fácil. Ya lo verás.
Quijares había vaciado de gusanos podridos su estómago en su anterior discurso. Ahora se sentía mucho mejor.
- Pero ¿qué dices de Tegucigalpa? ¿Dónde carajo esta eso?
Ella sabía que el empezaba a estar curado. Los hilos ocultos de su rostro se habían relajado por fin. Se sonrieron mirándose por primera vez aquella noche y ella llenó las copas.
- Tienes tiempo para mirar en el mapa. Y yo me voy a encargar de que todo sea mucho más fácil de lo que parece.
Untó el paté y se lo ofreció.
- Esta delicioso, mi amor.
Él sintió hambre, aceptó el bocado y supo que daba inicio a un periodo de tiempo, alrededor de una hora y pico, en que ambos dejarían de pensar con el cerebro. Entonces escucharon ellos solos los primeros y prometedores compases, de "El Bolero de Ravel".

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