sábado, octubre 06, 2007

Capítulo 34. "Olor a manzana".


Fue una semana muy larga. De pronto el tiempo se hizo ancho, se estiró de repente. No volvieron a verse y aunque el miércoles por la noche Colleen quiso invitar a todos a cenar por su cumpleaños, que había sido diez días antes, Quijares se excusó con un dolor de cabeza y finalmente no fue. No le resultaba agradable estar junto a Ricardo, ni siquiera tomando una cerveza con los demás. La posibilidad que desde algún rincón remoto alguien estuviera estudiando sus reacciones o grabando sus conversaciones, les había separado súbita y radicalmente. Entonces notó que gran parte de su vida allí giraba alrededor de Ricardo y, sobre todo de lo que Ricardo y él habían vivido. Suprimido ese ingrediente excitante y secreto, su vida que durante muchos días cabalgaba a un ritmo trepidante, se convertía en un mustio y lento pasar de las horas. Miraba el reloj sin parar y todo le cundía muchísimo. Durante la semana salió a correr un par de ocasiones y ordenó la casa más veces que todas las que lo habían hecho hasta entonces. El ordenador portátil se quedó guardado en el fondo de un altillo lleno de mantas. Y a pesar de ello, aquella pequeña maravilla de la informática tenía más presencia en el piso que todos los demás muebles. En realidad todo recordaba lo sucedido, las horas de tensión y de sorpresa vividas, las madrugadas descifrando archivos, ordenando fotos, y reconstruyendo la vida del viejo militante a quien llevaban demasiado tiempo suplantando. Tenía ganas de ver Svetana, de contarle todo, de sentirse un poco protegido, de suplicarle ayuda para encontrar el camino de salida. Estaba impaciente y por eso miraba el reloj demasiadas veces.
La imagen de su hijo apareció en su mente como la silueta de un barco en la lejanía del horizonte, en los ojos del naufrago. Le hubiera gustado tenerlo cerca, contarle todo, desahogarse, llorar, reír, abrazarle y pedirle ayuda. Si en un instante todo se complicara y él tuviera un mal final, era su hijo el único que podría echarle de menos. Le entrañaría si pasaba una semana sin recibir ningún mensaje suyo, pero esperaría un poco más. Finalmente, en algún momento que ni se atrevía a pensar, advertiría que algo raro estaba pasando y buscaría alguna respuesta a su silencio. Entonces, preguntaría por él en el teléfono de la oficina, llamaría a Ricardo, y alguien le diría la triste noticia. Puede ser incluso que la noticia no fuera triste, sino misteriosa: “no sabemos, ha desaparecido”. Sintió miedo, pánico. Un policía de más de treinta años de profesión conoce perfectamente cuan ingrato y terrible se vuelve el Estado con sus servidores desleales. Conocía perfectamente que frente a ese monstruo, un hombre no es nada. Sabía lo fácil que podía resultar, sencillamente quitarle de en medio. Por eso necesitaba un suelo donde poder apoyar los pies. Eso le pedía a Svetana. Y una vez apoyado podría correr a abrazar a su hijo.
Una muesca en el marco de madera de la ventana le estremeció la noche del jueves, cuando se disponía a bajar la vieja persiana, antes de acostarse. El corazón comenzó a lanzar más sangre que la que cabía en sus sienes y en su pecho. Paralizado, moviendo la cabeza y los ojos con cuidado, intentó encontrar el siguiente vestigio de la invasión de su piso por agentes de los servicios de inteligencia. No encontró nada y entonces recordó el origen de esa pequeña muesca en la madera. Al intentar abrir un bote de jabón dobló el cuchillo de cocina. Luego rectificó la deformación ayudándose de la ventana de su cuarto. Vio nítidamente el recuerdo al volver a mirar aquella señal y entonces respiró, habló solo para insultarse y empezó a sudar como si acabara de beberse de un trago una jarra de cerveza. Definitivamente tenía los nervios a flor de piel y debía controlar sus miedos. Sabía perfectamente que el miedo imagina peligros que luego se convierten en realidad, que atrae el peligro. Respiró hondo varias veces y después de echarse un poco de agua fresca en la cara, se acostó para, como cada una de las últimas noches, hacer como si se durmiera, engañándose así mismo para así, al menos, poder descansar algo.

Pero, al final, todo llega. El taxista, la carretera llena de baches hasta la desviación a una más estrecha entre montañas, la imponente fachada principal, el recepcionista silencioso y en permanente alerta y, al final del pasillo, la habitación.
Tenía una nota dentro de un sobre, encima de la almohada. Era su letra y en muy pocas palabras expresaba la esencia de aquella mujer: “llego a las 20’45, espérame dentro del jakuzzi”. Pensó de nuevo en aquella capacidad de mantener obsesivamente esa idea en la cabeza tan propia de Svetana. Vivía cada día mundos apasionantes, conocía los entresijos de verdadero poder que gobierna el mundo, conocía los nombres de las familias del petróleo y los diamantes, las historias de cada uno de los apellidos, apenas un centenar, que tenían los destinos del resto de los humanos sobre la mesa de sus reuniones. Por encima de todo eso, o por lo menos al tiempo, ella era un animal en celo, una hembra en permanente estado de combate y eso era precisamente lo que explicaba el tono de su voz, el gesto de sus manos, la forma de retirarse el pelo de los ojos, la manera de sentarse o la sutil y misteriosa manera de sonreír. Mientras todos lo que habitaban ese mundo de ambiciones y odios enfermizos, vivían atrapados en sus propios proyectos, ella tenía su antídoto perfecto. Quijares llegó a pensar y ahora, delante de aquella nota, volvía a sospecharlo, que se trataba de una forma inteligente y perfectamente premeditada de utilizar una de las grandes fuerzas del universo como parapeto frente a otras fuerzas también demoledoras que, sin embargo, destruyen al hombre , como la envidia, el odio, el miedo o la estulticia.
Así que, como siempre pasaba, empezaban a hablar después de que ya llevaran un buen rato juntos y con la mente y el cuerpo relajados y cercanos. Entre el suave olor a manzanas del gel que esta vez ella había elegido, reposaban encima de sábanas limpias y en absoluto silencio. Quijares había planeado mil veces sus palabras para aquella ocasión tan decisiva, en la que él quería dar un golpe de timón al curso de las cosas, pero como siempre, aquellas palabras repetidas y planeadas, habían desaparecido de su cabeza o, pensadas entonces parecían ridículas. Fue ella quien rompió el silencio:
- “Sé que tenéis una situación difícil, que las cosas están muy mal”.
Quijares pensaba hablarle de su decisión de romper con aquella historia, pero había decidido no comentarle nada de la situación de Ricardo. Pero ella estaba siempre un paso por delante, lo que le tranquilizaba y le aterrizaba al mismo tiempo.
- “Pensé que me llamarías antes, mi amor. Todo empezó como una casualidad y ahora, de nuevo, otra coincidencia os puede causar problemas. Supe que el traficante de armas que estuvo en el incidente sabía algo y sospechaba que trataría de sacar dinero con la información. Buscó otro contacto, probablemente con los del norte y puede ser que ellos hayan descubierto que han estado más de un año hablando con una sombra”.
Entraba en materia directa y tranquilamente. La compañía de Quijares le introducía en aquella historia sin esfuerzo, sin que tuviera que preparar el expediente correspondiente, como si su cerebro archivara cada trama asociándola al olor, al tacto o al sabor de la piel del interesado. Una mezcla agridulce de tabaco y sudor, vino y cuero, era el recuerdo que cuando dejaba a Quijares servía en su mente para asociar una de las historias más divertidas y curiosas que en ese momento estaba viviendo. Entonces Quijares empezó a hablar:
- “Pensé que los problemas venían del otro lado, quiero decir de los del ministerio, que eran los de Madrid y no los del Norte, los que nos habían cazado”.
- “Y por qué piensas que son distintos, mi amor. Llevan jugando al gato y al ratón tantos años que, los dos tienen hombres en el otro bando y, sinceramente, yo creo que demasiadas veces ya no es posible saber quién es y de qué bando… Los políticos de las dos orillas disfrutan con el juego y manejan a los iluminados de abajo como en una partida de ajedrez. Pero vuelven atrás la jugada y empiezan de nuevo cada vez hay cambio de gobierno y ahora ya es una partida absurda en la que ninguno de los dos sabe exactamente cuál era su objetivo. Y como te digo, mi amor, creo que ya tampoco saben exactamente cuáles eran sus fichas.”
- “Por qué te sirve el ajedrez para explicarlo todo”.
- “En mi pueblo, a esta hora, no hay ninguna televisión encendendida y en el los bancos del parque, todos disfrutan en varios corros de partidas de ajedrez. Cuando yo era pequeña era todavía más popular. Aprendía a jugar al ajedrez al mismo tiempo que a hablar. Por eso no sé si aprendí a pensar o a jugar al ajedrez. Para mi es lo mismo, mi amor”.
- “Ya me lo has contado otras veces, pero yo no se jugar al ajedrez. Y me gustaría saber, según tu información, quién nos ha descubierto”.
- “Según mi opinión no os han descubierto aún, simplemente saben que hay un cabo suelto y empiezan a seguirlo para ver donde conduce”.
-“Pero ¿quién?”- Insistió Quijares que empezaba a salir del sopor posbélico y a recuperar su anterior situación de preocupación.
Entonces ella se levantó. Parece que hubiera percibido que Quijares estaba necesitando otra vez una dosis de esa medicina con la que ella curaba cualquier cosa. Una pequeña dosis de su anestésico natural, para conseguir que él recuperara el sopor, la calma, la percepción cierta de estar atrapado y sunyugado ante aquel fenómeno de la naturaleza que ahora se mostraba majestuoso ante sus ojos. Después de caminar despacio hacía el tocador, tapandose pudorosa y fingidamente sus senos, mirando a través del espejo le dijo:
- “No lo sé todavía. Tengo mucho interés en descifrar ese enigma, pero confío en el hombre que se encargado de ese asunto. Aunque, como están las cosas, también creo que lo más probable es que una vez que la información llegó a cualquiera de las dos orillas, tardara unos segundos en pasar a otra.
Otra vez el silencio llenó la habitación de preguntas. Y como si Quijares hubiese conseguido librarse heroicamente de esa red invisible que ella sabía lanzarle desde la primera mirada, o como si el espejo hubiera restado fuerza al látigo de sus ojos, encontró un resquicio y se dio bruscamente la vuelta en la cama. Sin mirarla le dijo:

- No puedo más, quiero dejar esto como sea. Tienes que ayudarme.

Ella también le dio la espalda, giró la cabeza, contempló unos segundos su hermosura en el espejo y se sonrió.


Etiquetas:

Cingular Cell Phones
T-Mobile
Locations of visitors to this page Page copy protected against web site content infringement by Copyscape
Free Guestmap from Bravenet.com Free Guestmap from Bravenet.com
<>
Segui @jmcaleroma