Dios me libre de juzgar sentimientos tan íntimos como los religiosos. Un día me dijo un psiquiatra que si conseguía olvidar el infierno me curaría. Cuando me estaba planteando el reto, me comunicaron que había fallecido en un accidente de tráfico y, no sé por qué, abandoné el propósito.
Recuerdo que a la altura de los años setenta u ochenta mis amigos y yo compartiamos el pronóstico de que en apenas unos años las procesiones de Semana Santa desaparecerían. No ha sido así, como tantas cosas.
La afición a enmascararse para acompañar en fila, portando círios encendendidos y ocupando las calles de la ciudad, a imágenes crueles de cristos ensangrentados y de virgenes con mantos y coronas de oro, va en aumento. Este rito de bievenida a la primavera, tenebroso y medieval crece en adeptos y las calles se llenan de muchedumbres que se agolpan para ver pasar tan curiosos séquito. Acompañan a esculturas e imágenes bandas de cornetas y tambores, vestidos con atuendos paramilitares, que cuando menos te esperas entonan en himno nacional. Es en ese preciso instante cuando comprendes qué poco hemos cambiado desde los años cuarenta a nuestros días.
Apenas una minoría de enfermos como yo, al percibir tal mezcla de religiosidad de oros y sangre, política rancia y nacionalcatolicismo en estado puro, sentimos rubor y colorados como un tomate abandonamos la plaza presa de un ataque de vergueza ajena, buscando nerviosos el pastillero, para encontrar de nuevo la calma y regresar normalizados a tan bonita y popular celebración.
Desde uno de esos caperuzones, similares a los utilizados por el Ku Klux Klan, me han mirado unos ojos azules de mujer, de apenas diecisite años.
De nada sirvieron ya las pastillas. Los servicios de seguridad me retiraron y todo el personal del hospital me ha tratado muy bien, como siempre.
Es la primera vez que lo cuento.
Nadie me cree.
Salvo tu, querido lector.
Gracias.
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