lunes, marzo 12, 2007

Capítulo 27. Agosto y diamantes.


Durante el largo mes de agosto, prácticamente solo en Sarajevo, con esa calma que el calor y la luz del verano transmiten a la gente incluso a las cosas, Quijares tuvo el tiempo y el silencio que necesitaba desde hacía tantos meses para repasar acontecimientos que se habían sucedido con demasiada celeridad. Al fin pudo ordenar el apartamento que después de encajar cada cosa en su sitio, parecía mucho más grande. Encontró notas que había buscado hasta la desesperación con un teléfono apuntado con prisa, monedas perdidas, pañuelos de papel usados, calcetines, entradas del teatro de meses atrás, el postizo que quizás tenía que volver a utilizar para disfrazarse. En la oficina repasó mil veces las memorias y los informes de las actividades realizadas en el curso que había terminado, pero ya afrontaba su segundo año en aquella ciudad con la soltura del veterano. La programación del curso anterior, con sus horarios y memorias descriptivas, que le había costado dios y ayuda. La del año entrante estaba cumplimentada antes de que terminara la primera semana de Agosto. Los despachos del viejo edificio estaban medio vacíos y muchos días apenas estaba por allí un rato para hacer acto de presencia y revisar el correo. Mirando por la ventana a la calle abrasada por el sol reflexionaba de la asombrosa similitud de la vida en todos los rincones del mundo. Mirando un mapa, cualquiera puede imaginar misterios en países lejanos. Todos los libros de viajes han resaltado hasta la alucinación, desde ese asombro optimista que embriaga habitualmente la mente del viajero, las diferencias, las curiosidades, las extravagancias del lugar al que llegas y crees descubrir, olvidando habitualmente las ancestrales e inexplicables costumbres de tu propio pueblo, a las que por estar acostumbrado, ya no consideras así. Lo cierto, pensaba, es que en todos los lados el calor hace que la gente se esconda en alguna sombra a tomar algo fresco y que con el sudor en la piel, el paso del tiempo se ralentiza, hasta casi detenerse cuando el sol está en lo más alto.
Una mañana, después de arreglar por quinta vez los escasos papeles que tenía encima de la mesa de su despacho, pensó en escribir todo lo que le estaba pasando, la apasionante sucesión de hechos asombrosos que comenzaron un año atrás. A veces tenía necesidad de contarlo a alguien. Esa mañana, sin nada mejor que hacer, sobre una cuartilla apuntó un borrador de esquema que abarcara toda la historia. Después de varios intentos, arrugó el folio y lo lanzó a la papelera. Aquella historia estaba demasiado viva y no se dejaba atrapar todavía en un texto. La podía empezar de mil formas y comprendió que el principio de una historia está directamente relacionado con el final sobre el que ni siquiera tenía valor de pensar. Cómo terminaría aquello era un misterio que le intranquilizaba. El principio fue solo fue un juego, una pillería del policía que quiere saber más de lo que sus jefes quiere que investigue. Más tarde, en algún momento se le pasó por la imaginación actuar como el funcionario ejemplar que después de descubrir todos los datos que salvaran a su país, los ponía a disposición de sus jefes. Pero en los dos últimos meses también ese final se había desdibujado y, tras participar activamente en una reunión a la que hace un año ni por asomo podía pensar que llegara a estar presente todo cambió. El siguiente paso había sido asumir el encargo de colaborar en la organización de un encuentro entre miembros de los del norte con los del turbante. Se daba cuenta de que había cruzado una frontera que le impedía volver atrás. La cercanía de Svetana y su implicación en su aventura había tenido mucho que ver. Ella le dio la seguridad que en algún momento le faltaba y una perspectiva de aquella curiosa aventura mucho más amplia. Ahora empezaba a imaginarse un final en donde ella tuviera algo que ver. A través de aquella mujer había empezado a entender el mundo, como si ella le hubiera abierto los ojos. Nunca había mirado la realidad desde tan arriba, desde la perspectiva de los que verdaderamente tienen el poder en su mano, como un privilegio o como una maldición. Cualquier persona ha imaginado alguna vez cómo se verán las cosas desde el sillón de un político de primer nivel, incluso había tenido ocasión, hacía años de participar en conversaciones muy cercanas y reservadas con altos cargos del Ministerio del Interior. Fueron momentos en que tuvo la sensación de “tocar” poder. Recuerda que en aquellos días vivió momentos de excitación por lo que estaba viviendo, de forma parecida a lo que el último año había sentido. Entonces empezó a comprender qué era eso que ampulosamente solían llamar Razón de Estado. En aquel esquema de las cosas, había buenos y malos, él estaba de parte de los buenos que defendían valores e ideas como el “bien común”, la “protección de los ciudadanos”, la “defensa de la sociedad” y ese conjunto de cosas que venían a justificar todo el cuento. A través de Svetana se había asomado al mundo desde una altura muchísimo mayor y eso inicialmente le había dado mucho más vértigo. Pero una vez que se acostumbró a la altura empezó a entender que detrás del gran teatro del mundo, solo hay codicia, intereses económicos de unas cuantas familias que lo saben y se conocen entre ellas y que, curiosamente, a pesar de ser las que acumulan gran parte de la riqueza de todos, matan por acumular un poco más.

“ Las guerras tienen siempre detrás dinero, my love. En África miles de personas han muerto y seguirán muriendo por culpa de la explotación de diamantes, en el desierto se despliegan las unidades de soldados americanos dirigidos por la cúpula de las grandes industrias del petróleo y allí lejos, en las montañas, donde dicen se esconde el mayor criminal y al tiempo el único mito vivo de nuestros días, la heroína explica el despliegue de organizaciones militares internacionales. Diamantes, petróleo y heroína explican el mapa de la guerra, my love, ese el mundo donde tu yo estamos abrazados”.

Aquellas palabras pronunciadas sin orgullo, casi con displicencia y desde luego sin el más mínimo sentimiento, provocaron en Quijares cierto escalofrío. En boca de aquella mujer tan poco fría, sonaban como verdades universales y así resonaban en la cabeza de Quijares que sentía como tanta gente, entre los que él se encontraba, eran engañados cada día, como niños. Cuentos y cuentos que hacían soportable, digerible la realidad a los hombres de todas las ciudades, de todos los países, desde la cuna a la tumba.

Le había regalado un pequeño saquito de cuero con unos cuantos diamantes brutos en su interior. Eran de Sierra Leona y los debía utilizar para identificarse cuando fuera a algún sitio en su nombre. Aquellas pequeñas piedras, con un valor desconocido para él, pero superior a todo lo que hubiera imaginado ganar en el mejor premio de lotería, estaban encima de la mesa, al lado de un bote vacío de cerveza y el mando a distancia del televisor. Así era todo: lo más inalcanzable para un hombre normal no tenía más consistencia, ni una existencia distinta a la de un bote de cerveza o un mando a distancia, abrazado con celo para reparar las reiteradas caídas, por supuesto. Aquellas pequeñas piedras transparentes serían su tarjeta de presentación y su mejor ayuda para la tarea que debía afrontar como coordinador de la reunión que en el otoño pondría a sus correligionarios frente a quienes un día de septiembre habían asombrado al mundo y se habían convertido en los líderes indiscutibles en el ranking macabro de las listas de los más buscados por las policías de todo el mundo.
Ella alguna vez se refirió a aquella barbarie.

“ Las policías de todo el mundo, cuando delante de un hombre asesinado, no tiene ni idea de lo que ha pasado, siempre salen del paso con una frase mágica: fue un ajuste de cuentas. Es una pena que aquel día no dijeran lo mismo, my love. Por una vez habrían acertado.”

Abriendo las ventanas y forzando un poco de corriente entre las habitaciones podía refrescarse un poco el apartamento. Puso el CD de Hotel California y apagó la luz de la mesita de noche.

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