El aeropuerto de Butmir en Sarajevo, a primera hora de la mañana huele a café del día anterior y tabaco mezclado con sudor rancio y legía. A las seis de la mañana la niebla apenas dejaba ver desde el taxi las casas semiderruídas de los últimos barrios de la ciudad y los pisos como bloques de cemento con las antenas parabólicas buscando en cada ventana un poco del oxígeno de la libertad para respirar mirando en la televisión ese mundo de mujeres delgadas y coches lujosos que, según algunos será el prospero futuro prometido por los que ahora mandan.
Quijares tenía miedo y veía su asesino en cada curva del camino. Para ir hasta el aeropuerto, había avisado a Vladimir, un taxista que chapurreaba el español que había aprendido en un año y medio que trabajó en Venezuela, hacía ya casi diez años. A pesar de saberse de memoria su vida que con la verborrea propia del solitario le había contado en fascículos cada vez que había utilizado sus servicios, mentalmente se había representado varias veces la imagen de Vladimir deteniendo el taxi en una cuneta, dándose la vuelta después de comprobar por el retrovisor que su presa estaba confiada mirando el paisaje, empuñando una Tokarev TT33 y disparándole a bocajarro. Había descartado esa posibilidad, pero no del todo. Vivía bajo el fuerte shock del lo que hacía solamente nueve días que había ocurrido y que había desbordado en el peor sentido todas las previsiones imaginadas para el desenlace de su peligrosa y a partir de ese día trágica aventura. Ricardo se había empeñado en seguir por el camino emprendido a pesar de que hubieran saltado todas las señales de alarma. Se empeñó en llevarse el ordenador portátil a su apartamento y reanudó un contacto que Quijares estaba dejando morir a pesar de haberle prometido a Svetana que seguiría adelante. Estaba entusiasmado porque consiguió recuperar la confianza que el Pirata estaba haciendo perder a sus lejanos interlocutores. Le habían convocado para recoger instrucciones en un pueblecito pequeño del sur de Francia. Para eso faltaba un mes y tendrían tiempo para prepararlo todo. Entonces ocurrió.
Habían quedado en la calle Telali, en la esquina del río, en un viejo café transformado en su centro de reunión desde que sospecharon que podían vigilar sus apartamentos al comprobar presencias extrañas en sus alrededores. Él había llegado un poco antes y se había sentado como siempre en la mesa junto a la ventana que permitía controlar quien llegaba al lúgubre local. Le vio aparecer y caminar con prisa y un poco desconfiado mirando hacia los lados. Entonces escuchó una detonación seca y vio que el impacto mortal le golpeaba lateralmente en la cabeza, desequilibrando su paso y haciéndole caer lateralmente dos pasos después en una secuencia lenta que en su mente se hizo eterna. Después Quijares quedó paralizado por el terror. Todo el miedo acumulado en años, ganando finalmente la batalla, se extendió de pronto por su piel y le inundó cada rincón de su cuerpo como un veneno. El camarero levantó la vista del fregadero y se detuvo momentáneamente. Quijares no podía mover ni un músculo: habían matado a Ricardo. Una mujer ataviada con una especie de turbante se acercó gritando y se puso a mirar el cuerpo inerme de su amigo y compañero de aventuras. Minutos después un grupo de curiosos se agolpó y el bullicio de voces y llantos hizo que el camarero saliera a la puerta a ver lo qué había ocurrido. Quijares aprovechó para abandonar el lugar, en dirección opuesta a la calle donde su amigo perdió la vida. Dos esquinas más allá escuchó las sirenas de la policía y las ambulancias mientras llamó a Colleen a quien en primer lugar sentía que estaba traicionando al huir del lugar abandonando el cuerpo de su amigo. Con voz entrecortada le contó lo que acaba de ocurrir pidiéndole que no se diera por enterada, pues él no tendría que saber nada oficialmente. La llamaría cuando le dieran la noticia desde la embajada. Colleen colgó sollozando. Media hora después el Secretario de la Embajada le daba la noticia y le convocaba urgentemente a una cumbre de seguridad con el embajador: “Ha ocurrido algo muy grave”, le dijo.
Los ojos de Vladimir y su silencio le hacían sentir que lo sabía todo. Quizás hubiera aparecido en los periódicos locales. No era una ciudad tan grande y en todos los sitios del mundo los taxistas suelen estar muy bien informados. Lo cierto es que conducía silencioso y su mirada en el retrovisor parecía compasiva y respetuosa. Quizás fueran imaginaciones suyas, pensaba Quijares.
Ese mismo día, a primera hora de la tarde, aparecieron siete agentes de alto nivel de los servicios de inteligencia y un par de altos cargos de la Guardia Civil para gestionar la situación. Según Colleen los horarios de los vuelos no cuadraban. Habían llegado demasiado pronto. A la hora del disparo ellos ya estaban volando hacia Sarajevo. Repasaron los horarios mil veces y Colleen llevaba razón. La nota oficial atribuía la autoría a un francotirador serbio y apuntaba sin decirlo que todo podía deberse a un error. Colleen descubrió en apenas dos días graves contradicciones, pero no tuvieron tiempo para comentarlo. A Quijares le ofrecieron un mes de descanso y le sugirieron buscar un candidato que le sucediera en su proyecto “si estaba cansado y los últimos acontecimientos le hacían especialmente penosos llevar hasta el final su compromiso con el programa”. Para Colleen era otra prueba de la conspiración: te quieren quitar de en medio cuanto antes, le dijo. Habían quedado en llamarse cuando estuvieran fuera de aquel país y del enrarecido ambiente entre todo el grupo de amigos a partir de la muerte de Ricardo.
Incluso después de entregarle la maleta, Vladimir no hizo ningún comentario gracioso, como solía.
Ahora, sentado en un rincón del aeropuerto y esperando que en los viejos monitores apareciera el número de su mostrador de embarque, repasaba las elucubraciones de Colleen y su convencimiento de que queróan echar tierra sobre lo ocurrido. La familia de Ricardo había sido agasajada con una sucesión de visitas a autoridades del más alto nivel, pero aunque hundidos en el dolor y abrumados por los actos oficiales, vivieron aturdidos los días siguientes al suceso, habían pedido insistentemente a Colleen explicaciones que ella no podía darles y que convertía en nuevas pruebas de sus negras sospechas. La hipótesis del francotirador serbio hubiera sido verosímil tres o cuatro años atrás, pero hacía demasiado tiempo de todo aquello y un hecho aislado, sin ninguna trascendencia política en el interior del país, no tenía ya ningún sentido. La familia había pedido explicaciones y las que les dieron a ellos en la embajada, a Colleen le resultaban infantiles. No eran para ella que llevaba dos años viviendo allí, sino para unos padres rotos por el dolor a los que resultaba imposible situar Sarajevo en un mapa, a pesar de haberlo mirado más de una vez desde que su hijo les dijo que se marchaba, que le pagaban bien, que le gustaba el mundo de las embajadas y le había comentado que podía ascender más rápido que quedándose en alguna comandancia. Eran pocos los de su promoción los que dominaban el inglés y a eso había que sacarle partido. Sus padres estaban orgullosos de él y mucho más después de todos los agasajos y todas las condecoraciones. Pero hubieran preferido salir en las primeras páginas de los periódicos por otros motivos. Lo que ,con el paso de los días les resultaba más amargo, era la sensación de que alguien les estaba engañando en todo lo sucedido alrededor de la muerte de su hijo.
Apareció el nº 24 al lado del vuelo a Viena que tenía que coger y se apercibió que el mostrador tenía ya una cola enorme. La gente acostumbrada al vuelo conocía el número antes de que apareciera en los monitores.
Aquel día, después de salir del café, pensó ir a casa de Ricardo, de la que tenía una llave y coger el ordenador portátil para destruirlo para siempre. Pero no lo hizo. Ahora estaba en poder de Colleen y con lágrimas en los ojos, antes de despedirse le hizo prometer que se verían lejos de allí y que le contaría todo para ayudarle a descubrir a los asesinos de ese muchacho atrevido y tierno sin el que nada tenía ya sentido para ella.