Moteros.
Sus hijas, un día atravesaron la puerta y accedieron a su mundo. Ese lugar al que él no podría jamás acceder. Alguna vez regresan, pero durante el tiempo que le acompañan en una pizzería o en una terraza, tiene la sensación de que fingen. Su mente está ya en otro sitio y solo el recuerdo de esa cálida sensación que llaman cariño, que cuando niñas inundaba todo lo que rodeaba a su padre, les hace volver de vez en cuando para pasar algún rato con él. Pero aquella dulce melodía hace tiempo que no se escucha y, siendo sinceros, en aquellas contadas ocasiones, tanto ellas como él saben que están cumpliendo un trámite.
Ella, que le acarició el pelo en el cesped del campus universitario y le dio noches de pasión, una casa donde sentirse en casa y dos hijas, comenzó hace años a hacer reproches sin descanso y probablemente irrebatibles. No recuerda cuantos años aguantó aquella letanía interminable y demoledora. El caso es que un día decidió que ya había sido suficiente.
Fue un sábado frío de noviembre y cerró sin odio la puerta de la casa en donde durante años se había sentido en su casa.
Entonces, cumpliendo un sueño oculto pero presente, sin necesidad apenas de pensarlo, se dirigió al lugar donde aquella moto le estuvo esperando, durante unos cuantos meses.
Ahora es a ella a quien dedica las miradas y las sonrisas que un día fueron para esa mujer, que seguirá a estas horas haciendo reproches y esas dos hijas que viven en ese lugar al que no puede acceder.
Con toda la carretera por delante, sintiendo en el puño la fuerza del motor y en la cara el frió de la mañana, ha encontrado de nuevo el sitio del mundo en donde quiere estar.
De vez en cuando, en algún hostal del camino o en esas concentraciones multitudinarias a las que no siempre acude, apoyado en su moto y fumando un cigarrillo, cruza su mirada con algún tipo y encuentra la certeza de una hermandad profunda y oculta.